El caso Olof Palme. De la comunidad organizada al modelo sueco

 Por Luis Gotte

para La trinchera bonaerense

"La política debe ser sinónimo de amor y servicio, no de ambición y poder". 

Había olvidado el caso OLOF PALME y un portal de noticias hoy me lo recordó. Fue Primer Ministro del Reino de Suecia, asesinado en 1986 y cuyo crimen sigue impune. Siendo una figura relevante a nivel internacional, todo Occidente hizo silencio evitando investigar el porqué de su asesinato. Lo más probable -y es convicción personal- que haya sido un crimen perpetrado por la CIA con apoyo de la OTAN. Ahora bien: ¿por qué asesinarlo?

Porque Olof Palme representaba algo que Europa no tolera: un dirigente capaz de unir soberanía nacional, justicia social y autodeterminación internacional en una sola ecuación. Un líder que no obedecía, que no buscaba agradar y que no negociaba la dignidad de los pueblos. Y eso -en pleno auge liberal- era imperdonable.

Palme, desde Suecia, impulsó un Estado social profundo, con sindicatos fuertes, derechos laborales sólidos, igualdad material y un sistema fiscal donde los que más tenían contribuían más. Fue uno de los últimos defensores de la idea de que el Estado no es un guardián pasivo, sino una institución ética, llamada a corregir desigualdades, orientar la producción y garantizar la cohesión social.

Ese modelo chocaba de frente con la ola privatizadora que, desde Washington y Londres, se proponía arrasar con el bienestar europeo.

Pero al poder Occidental no le preocupaba solo su política interna. Les preocupaba algo mucho más profundo: su política exterior. Palme fue uno de los líderes occidentales que condenó públicamente a los Estados Unidos por la Guerra de Vietnam, denunció el colonialismo en África, apoyó la causa palestina, defendió la autodeterminación Hispanoamericana y no se alineó con la OTAN.

Era, en términos simples, un hereje dentro del bloque del llamado "primer mundo".

Un primer ministro europeo que defendía un “tercerismo” propio -ni Washington ni Moscú- y que señalaba con claridad que la libertad de los pueblos era parte esencial de la paz mundial. Era un discurso que incomodaba a las potencias porque demostraba que se podía ser democrático, occidental y, al mismo tiempo, independiente.

El pensamiento, y la actitud, encarna perfectamente lo que ha planteado el Gral. Juan D. Perón y su Tercera Posición, esa visión estratégica que proponía una Argentina libre y autodeterminada, capaz de planificar su propio destino y organizarse comunitariamente sin tutelas externas.

Palme, desde Suecia, y Perón, desde América Hispana, coincidían en algo fundamental: la política internacional debía servir a la paz, al trabajo y al desarrollo, no a la guerra ni al extractivismo.

Palme defendía lo que en el Norte se llamó “modelo sueco”, basado en la negociación entre trabajadores, empresarios y Estado. Esa estructura de colaboración tripartita guarda una profunda similitud con Comunidad Organizada, donde cada sector cumple un rol y la autoridad política arbitra sin perder el rumbo nacional. Ambos modelos rechazaban el individualismo extremo y la lógica del capital por encima del ser humano.

Pero el poder global sabe lo que está en juego: un conductor así podría contagiar a otros. Podría demostrar que existe un camino alternativo a la hegemonía liberal. Podría servir de faro para Europa, para América Hispana, para África. Podría probar que el capitalismo financiero no es el destino inevitable de la humanidad.

Por eso, su asesinato fue recibido con un silencio cómplice. Un crimen sin responsables, sin móviles oficiales, sin explicaciones convincentes. La impunidad es el mensaje. Cuando todos callan, es porque el sistema está involucrado.

Hoy, traer a Olof Palme a la memoria no es un gesto nostálgico. Es un acto político. Es recordar que existen liderazgos que incomodan al poder, que cuestionan el orden establecido y que defienden a los pueblos incluso cuando eso tiene costos personales altísimos. Es, también, una interpelación a nuestra propia realidad: la Argentina debe retomar esa tradición de autonomía, planificación, producción e innovación que el liberalismo intenta clausurar.

La pregunta sigue siendo la misma: ¿Quién conduce el destino de nuestros pueblos soberanos: nosotros, con voluntad organizada, o los intereses extranjeros que nos fragmentan?