El laberinto y el hilo
Por Eric Calcagno
para Tiempoar
publicado el 4 de febrero de 2024
Pudo combinar pasión y razón desde la infancia. El llanto al lado de la radio casera cuando Argentina perdió la final del primer mundial de fútbol frente a Uruguay fue contemporáneo del niño de seis años que salió a la calle con un cartel que decía «Viva Yrigoyen», tras el golpe de 1930. Discreto en las victorias y arriesgado en las derrotas, no eligió la senda de los cargos y la tranquilidad económica. Supo desde el principio que la recompensa de la virtud es la virtud misma, esa que para Maquiavelo no es sino el amor cívico, la tensión permanente de todos los sentidos fijados en la liberación de la Patria.
Alfredo Eric Calcagno, mi padre.
Otro amor correspondido en plenitud será con Cora, mi madre. Durante 75 años fueron fieles compañeros, sin abandonarse un instante. De las primeras fotos de noviazgo a las recientes últimas, siempre caminaron y se guiaron juntos, abrazados, besándose, enamorados. De allí salimos Laura, Alfredo y yo. La educación fue humanista en el sentido del Renacimiento: mejor una cabeza bien hecha que bien llena. Y mucho, muchísimo corazón. Y juegos. Eternos campeonatos de metegol y grangol –el pianito–, entre tantos más. El ritual de la cancha de Estudiantes, donde vio jugar a los profesores y hasta festejar las más recientes copas. No había tiempo ni modo de aburrirse en casa, dondequiera que estuviese el hogar.
Hubo tiempo de viajes. A la Guatemala de Arévalo en los ’50, en barco a Francia en los ’60, donde a los dos doctorados en derecho (UNLP y UBA) ganó el tercer diploma en el Institut de Sciences Politiques de Paris. Panamá en la época del canal, Cuba en Revolución, México siempre insurgente, la URSS de Brezhnev, China apenas Deng, más Egipto, India, Filipinas, toda Europa varias veces. No dejó museo sin visitar, con preferencias al impresionismo y al aduanero Rousseau.
Pese a apoyar la Revolución del 4 de junio de 1943 desde la conducción de la FULP, fue parte de una generación de intelectuales que no comprendieron al peronismo de 1945 y lo que es peor, no fueron comprendidos por el peronismo de entonces. Radical intransigente seguidor de Lebensohn, Noblía y Frondizi, la peronización comienza con el bombardeo a Plaza de Mayo que presenció, los fusilamientos de José León Suárez que supo; la ejecución del General Valle que definió como un nuevo Dorrego. Defendió a compañeros que caían por la 4161.Y ganó Frondizi. En el gobierno, supo de la devaluación de 1958 días antes, pero no compró dólares: que la política no está para enriquecerse. También rechazó ser miembro del Jockey Club, o participar en los albores de lo que hoy es la Fundación Mediterránea. Mereció la amistad de los dos mayores juristas argentinos del siglo XX: el radical Julio Oyhanarte, de la Plata, y el peronista Arturo Enrique Sampay, de la Constitución de 1949. Desde el Consejo Federal de Inversiones que fundó con los gobernadores, constató la deriva liberal: no es posible construir con manos enemigas. Desde entonces votó según las consignas del General. En 1982 un amigo del PSOE le refirió a Herminio Iglesias la amistad con mi padre. «¿Calcagno? –contestó Herminio–. Un hombre nuestro, del movimiento nacional». Atesoro esas palabras como una medalla.
Ya evoqué la gran CEPAL y el golpe de 1973 en Chile, donde le puso el pecho a las balas. Volvió a la Argentina ese año para coordinar por la ONU el «Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional». La introducción lleva la marca de su pluma: «Este es un plan de Reconstrucción… un plan de Liberación… un plan de Esfuerzos… un plan del Pueblo». Allí estuvo junto a José Ber Gelbard, Orlando D’Adamo y Carlos Leyba. Para 1976 ya no había plan y vino el terror. Una densa noche de lluvia golpearon la puerta de casa. A mí me subieron escaleras arriba mientras él bajaba con la calibre 12 cargada. Le escuché decir: «A los chicos no se los llevan». Al final era un amigo que volvía de Buenos Aires en tren pero tuvo que bajarse antes: en la estación de Tolosa se fusilaba. Oscar Varsavsky le aconsejó pedir un traslado al exterior, y así comenzó el exilio voluntario. El departamento en Ginebra fue refugio de paso para muchos.
Llegó el tiempo de los libros. Había publicado Nacionalización de servicios públicos y empresas (1957); Estilos políticos latinoamericanos (1972), con el uruguayo Juan de Barbieri y el chileno Pedro Sainz; Le monologue nord-sud, du mythe de l’aide a la realité du sous-développement (1981), que tuvo crítica favorable en Le Canard Enchaîné. Volvió al final de la dictadura para asumir de nuevo la oficina de CEPAL en Buenos Aires. Organizó reuniones semanales con los equipos del justicialismo y del radicalismo durante 1983, donde no faltaba Antonio Cafiero. Tras rechazar el ofrecimiento de Alfonsín para integrar el gobierno, escribió La perversa deuda externa, una comparación entre la Cándida Eréndira según el cuento de García Márquez, que habla de una joven obligada a prostituirse por una deuda inexistente, y de la Argentina, que… vaya coincidencia. En uno de los viajes a la Habana pudo hablar con el mismísimo Gabo que había leído el libro y lo felicitó.
Jubilado, publicó 15 libros más, centenares de artículos y dio decenas de charlas en todo el país a pedido de compañeros y sindicatos. Escribió en Le Monde Diplomatique-Cono Sur cuando lo dirigía Carlos Gabetta. Fue un encuentro de dos inteligencias excepcionales. Allí explicó en febrero de 2000 el precio de la convertibilidad y por qué caería.
Acompañó a Chávez desde el principio hasta el final. Es que Hugo Chávez había hecho su tesis de ciencia política… ¡sobre el libro Estilos«! Pensar la realidad también es transformarla. Los años Kirchner le alargaron la vida, seguro de haberse sentido escuchado. En 2018 salió el Manual del Estado, para que en mejores tiempos pueda saberse qué es y para qué sirve el Estado. Queda más tinta que espera pronta imprenta.
En pandemia, Nestor Piccone lo invitó a Radio Rebelde. Así fue tres años el decano del éter, en emisiones preparadas a diario por escrito. Volvía esa radio primera de la infancia, ahora locutor. Ese sentido del humor que siempre tuvo, aún en los momentos más trágicos, le permitió guardar intacta una parte de esa niñez.
Del lado de la política defendió las mismas convicciones, que es la manera de ser responsable. En ejercicio de la filosofía, supo transformar la mayor cantidad de experiencia en conciencia, por eso la escritura. Nos dejó el lunes 29. Le gustaba esta línea de Borges: «Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo».
En eso estamos, querido papá. «