Primo Levi, "La tregua", capítulo I "El deshielo"

 La primera patrulla rusa avistó el campo hacia mediodía del 27 de enero de 1945. Charles y yo fuimos los primeros en divisarla: estábamos llevando a la fosa común el cadáver de Sómogyi, el primer muerto de nuestros compañeros de habitación. Volcamos la camilla sobre la nieve sucia, porque la fosa estaba llena ya y no había otra sepultura: Charles se quitó el gorro, saludando a los vivos y los muertos. 

Eran cuatro soldados jóvenes a caballo, que avanzaban cautelosamente, metralleta en mano, a lo largo de la carretera que limitaba el campo. Cuando llegaron a las alambradas se pararon a mirar, intercambiando palabras breves y tímidas, y lanzando miradas llenas de extraño embarazo a los cadáveres descompuestos, a los barracones destruidos y a los pocos vivos que allí estábamos. Nos parecían asombrosamente corpóreos y reales, suspendidos (la carretera estaba más en alto que el campo) sobre sus enormes caballos, entre el gris de la nieve y el gris del cielo, inmóviles bajo las oleadas de viento húmedo y amenazador del deshielo. 

Nos parecía, y era así, que la nada llena de muerte en que dábamos vueltas desde hacía diez días había encontrado su centro sólido, un núcleo de condensación: cuatro hombres armados, pero no armados contra nosotros; cuatro mensajeros de paz, de rostro rudo e infantil bajo los pesados cascos de pieles. No nos saludaban, no sonreían; parecían oprimidos, más aún que por la compasión, por una timidez confusa que les sellaba la boca y les clavaba la mirada sobre aquel espectáculo funesto. Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien, la que nos invadía después de las selecciones, y cada vez que teníamos que asistir o soportar un ultraje: la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro, que le pesa por su misma existencia, porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla. Así, la hora de la libertad sonó para nosotros grave y difícil, y nos llenó el ánimo a la vez de gozo y de un doloroso sentimiento de pudor que nos movía a querer lavar nuestras conciencias y nuestras memorias de la suciedad que había en ellas: y de pena, porque sentíamos que aquello no podía suceder; que nunca ya podría suceder nada tan bueno y tan puro como borrar nuestro pasado, y que las señales de las ofensas se quedarían en nosotros para siempre, en los recuerdos de quienes las vivieron, y en los lugares donde sucedieron, y en los relatos que haríamos de ellas. Pues —y éste es el terrible privilegio de nuestra generación y de mi pueblo— nadie ha podido comprender mejor la naturaleza incurable de la ofensa, que se extiende como una epidemia.