"Mis recuerdos del Che Guevara" (fragmento)

Por Juan Bosch

Revista AHORA, 13 de noviembre de 1967



 Hay algo que los norteamericanos no han aprendido en siglo y medio de relaciones con nuestros países, y desde luego no lo aprenderán jamás, porque si este mundo ha visto un  pueblo duro para adquirir conocimientos humanos –no científicos–, ese pueblo es el de los Estados Unidos. Allí pululan los técnicos en relaciones públicas, pero no hay entre ellos, dos que se hayan dado cuenta de que la América Latina es, un término de sensibilidad, una unidad viva. Un tirano de Venezuela ofende, con su sola existencia, a los jóvenes de Chile y El Salvador tanto como a las juventudes venezolanas; una intervención norteamericana en Guatemala le duele tanto a un joven médico argentino como puede dolerle al guatemalteco más orgulloso.

Guevara salió hacia Guatemala y a poco yo salí para Bolivia, precisamente para esa tierra de altas pampas y de selvas nutridas donde él iba a caer trece o catorce años después de haber estado visitando mi casa de exiliado en Costa Rica. No volví a verlo más, pero tan pronto oí su nombre a principios de 1957, cuando ya él estaba en la Sierra Maestra, recordé a aquel joven médico argentino. Lo recordaba con toda nitidez. Recordaba no solo su presencia física sino hasta su voz. ¿Por qué? No podría decirlo. Tal vez me impresionado aquel tono de fijeza, y de cierta ansiedad que veía en sus ojos, en su tipo peculiar de mirada; una ansiedad como de quien necesita ser y no halla la manera de realizarse; la de alguien que está seguro de que tiene un destino y no sabe como cumplirlo. 

La televisión española transmitió unas escenas relativas a la muerte de Guevara. Se veía un villorrio en la selva boliviana, un villorrio que era la estampa de la soledad, la miseria y la ignorancia; se veía un general cubierto de oropeles, cintajos y medallas, y se veía el cadáver del Che Guevara tirado en una mesa. Ahí estaba resumido el drama de América: La miseria, la opresión, no preso, no herido, sino aniquilado a tiros. Yo evoqué unas palabras de Gregorio Luperón que dicen más o menos así: “El que pretende acabar con la revolución matando a los revolucionarios es como el que piensa que puede apagar la luz del sol sacándose los ojos”.