El criollismo popular en Argentina

 Por Ezequiel Adamovsky

Luego de 1880 se difundió en Argentina un discurso “criollista” por el que la figura del gaucho se transformó en la encarnación por antonomasia del bajo pueblo y de lo genuinamente argentino. El criollismo se originó inicialmente como una literatura de consumo masivo y popular que narraba las desventuras de una serie de personajes gauchescos que resultarían enormemente exitosos. Esas historias, difundidas mediante impresos baratos y como folletines en los diarios, se reprodujeron muy pronto en otros formatos, especialmente en pantomimas y representaciones en el circo criollo, en los tablados de los teatros, en las canciones de los “payadores” de la época y en revistas populares que florecieron a partir de finales del siglo.



En su clásico estudio sobre este fenómeno, Adolfo Prieto explicó el éxito de esta literatura a partir de las funciones diferentes que desempeñó entre tres grupos sociales. Para la población nativa desplazada del campo hacia ciudades en rápido crecimiento, el criollismo pudo ser “una expresión de nostalgia o una forma sustitutiva de rebelión contra la extrañeza y las imposiciones del escenario urbano”. En segundo lugar, imitar los estilos que el criollismo ponía a disposición sirvió a los inmigrantes europeos -que lo consumieron con tanta fruición como los nativos- como “una forma inmediata y visible de asimilación”. Por último, para los grupos dirigentes tradicionales pudo significar “el modo de afirmación de su propia legitimidad y el modo de rechazo de la presencia inquietante del extranjero”. Fruto de un momento de grandes cambios, el fenómeno del criollismo popular, según la visión de Prieto, entró en una rápida y “definitiva extinción” a comienzos de la década de 1920, cuando la sociedad se encontró ya más integrada y adaptada a la vida urbana. Le sobrevivió apenas la apropiación de la figura del gaucho por parte de las élites intelectuales que, concluyendo con la famosa intervención de Leopoldo Lugones de 1913, “canonizaron” al Martín Fierro como gran poema nacional, apartándolo del repertorio de héroes delos folletines de consumo popular, considerados de mal gusto y de pobre factura literaria (Prieto 18-22, 132-133, 184 y 187).

En este trabajo quisiera argumentar que el criollismo popular no se extinguió luego de 1920, sino que siguió teniendo una presencia importante al menos hasta comienzos de la década de 1950, momento en el que sería más adecuado situar su ocaso. Para probar esa tesis haremos un recorrido por las historias, escritores y editoriales que dieron vida al fenómeno, especialmente luego de los años veinte. La cronología que propondremos evidentemente echa dudas sobre el peso decisivo que habría tenido la “modernización” en la extinción del criollismo popular.

Géneros, personajes y formatos

La literatura del criollismo popular se nutrió de composiciones de género diverso. Limitándonos exclusivamente a los soportes escritos, el corpus central sin duda lo ocuparon las historias trágicas o melodramáticas de gauchos matreros reales o ficticios, de extensión media o larga, compuestas como poemas narrativos o en prosa. Junto con ellas también proliferaron otros géneros y subgéneros. Entre los más frecuentados se cuentan las colecciones de poemas de tono elegíaco y melancólico, que exaltaban la vida rural y las costumbres sencillas del gaucho y se lamentaban por su inminente desaparición (igualmente hubo poemas satíricos, pero fueron la minoría). Los cancioneros también tuvieron una presencia bastante visible, contándose tanto los de cantantes de renombre como las colecciones de composiciones populares anónimas (especialmente vidalitas y milongas). Los payadores publicaron regularmente sus obras y también algunas transcripciones de sus improvisaciones a contrapunto.

Con menor frecuencia aparecieron también refraneros y narraciones humorísticas breves (cabe destacar aquí las historias de “cocoliches”, italianos acriollados, escritas imitando el habla híbrida de los inmigrantes).

Centrándonos ahora en las historias de gauchos matreros, la gama de personajes que el criollismo aportó fue muy numerosa. Sin embargo, los argumentos solían ser muy parecidos. El modelo fue el de las dos composiciones más populares, que también fueron de las más tempranas: el Martín Fierro de José Hernández y el Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez. El argumento habitual, repetido por la mayoría de las obras, giraba en torno de un gaucho que, por la injusta intervención de algún personaje de otro grupo social -un funcionario del Estado, un comerciante, un estanciero- se veía empujado a la mala vida.

Habitualmente el gaucho se convertía en matrero luego de “desgraciarse” cometiendo un asesinato, tras lo cual se transformaba en fugitivo y debía luchar por su vida contra quienes trataban de apresarlo. Los finales eran variables: en algunos casos el gaucho terminaba muriendo a manos de la policía o los militares, en otros caía preso y se redimía, o se perdía en la pampa sin que nadie supiera nada de su suerte. En algunas narraciones se incluían historias de amor malogrado, pero no  siempre estaban presentes. En este esquema general pueden incluirse a los personajes más emblemáticos, como Agapito Carranza, El gaucho Cañuelas, Los Hermanos Barrientos, Hormiga Negra, Juan Cuello, El Tigre de Quequén, Pastor Luna y muchos otros. Para contrarrestar la figura del criollo rebelde y matrero, algunos escritores pertenecientes a la élite propusieron contrafiguras de criollos mansos, trabajadores o sabios, como el Calandria (1896) de Martiniano Leguizamón o Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes, pero fueron una pequeña minoría.

Junto a estos arquetipos podemos situar otras narrativas biográficas de personajes históricos que en principio no parecerían reductibles a la figura del matrero, pero que sin embargo circulaban en los mismos formatos y en las mismas colecciones gauchescas que publicaban los editores especializados en el género. Se trata, por caso, de las figuras del Chacho Peñaloza y Aparicio Saravia, dos caudillos populares (riojano el primero, uruguayo el segundo) muertos en situación de luchar contra sus enemigos políticos. Los propios autores de estas historias solían compararlas explícitamente con las de Juan Moreira y otros gauchos levantiscos y las ilustraciones de tapa habitualmente los representaban del mismo modo.

Aunque la mayoría de los personajes clásicos fueron compuestos tempranamente (varios de ellos por Eduardo Gutiérrez), los escritores del género siguieron produciendo nuevas figuras en un número apreciable hasta la década de 1940. Además de los nuevos personajes, abundaron las nuevas versiones de las historias clásicas, que también siguieron componiéndose hasta esos años y que convivían con las reediciones de los originales. Por ejemplo, Martín Fierro, inicialmente publicado en versos que imitaban el habla gauchesca, fue reversionado varias veces, tanto en versos de menor extensión (gauchescos y en castellano normal) como en prosa. Inversamente, varias de las historias que Gutiérrez narró en prosa, especialmente Juan Moreira, fueron reescritas en versos, tanto gauchescos como normales. Incluso un personaje previo como el Santos Vega de Ascasubi inspiró varias nuevas versificaciones. Todo ello debería matizar la diferenciación tajante, habitual en la bibliografía especializada, entre el género de la “poesía gauchesca” (que terminaría con José Hernández) y el del “criollismo” (que comenzaría con Gutiérrez): visto desde el punto de vista de la producción y circulación de los textos de lectura popular, la diferencia específica se vuelve menos nítida.

Además de las reediciones y de las nuevas versiones, hasta mediados del siglo XX aparecieron un número considerable de personajes que llamaremos “derivados”, que continuaban o retomaban las historias clásicas (a veces de manera muy libre o solo alegórica). Hubo, por ejemplo, narraciones de la muerte de Martín Fierro, varias historias protagonizadas por sus hijos, al menos tres por sus nietos e incluso una por su esposa. De Juan Moreira hubo reencarnaciones en personajes urbanos, una “Juana Moreira” y al menos un nieto. Juan Cuello y Don Segundo Sombra también dieron lugar a derivados.

En cuanto a los formatos impresos, algunas de las historias de gauchos aparecieron primero como folletines por entregas, pero la mayoría fueron publicadas de entrada en texto completo. Aunque las historias de quien se considera el iniciador del género, Eduardo Gutiérrez, solían ser bastante extensas (habitualmente de más de 200 o incluso 300 páginas In-8°), los impresos habituales eran mucho más concisos, con una fuerte presencia de folletos de pocas páginas. A partir de la década de 1910 y hasta mediados del siglo, el formato elegido por los editores fue bastante más homogéneo.

La gran mayoría de las ediciones fueron cuadernillos de 96 páginas o menos In-12°, de papel barato y pliegos intonsos, con tapa coloreada (habitualmente con ilustraciones de gauchos en situación de pelea; para abreviar, en adelante llamaremos “cuadernillo” a este formato).