Nuestro primer estadista

 Por Mario Rapoport*

para Caras y Caretas

publicado el 20 de enero de 2020

En sus Escritos económicos, Manuel Belgrano desarrolla ideas que tienen renovada vigencia, como la relación entre el agro y la industria, el convencimiento de que el país no debía quedar reducido a un papel de mero exportador de materias primas y el énfasis en la protección de la producción local.

El fallecimiento de Manuel Belgrano coincide, no por casualidad, con el Día de la Bandera nacional, porque es el creador de nuestra insignia patria. Además de contribuir a revalorizar los símbolos nacionales, la conmemoración debe servir para ayudar a revelar su aporte original al pensamiento económico argentino. En su caso, fueron sus estudios de abogacía en las universidades de Valladolid y Salamanca los que le permitieron introducirse en las ideas económicas que circulaban entonces en su entorno, cuando estaba de moda el fisiócrata François Quesnay y se comenzaba a difundir el liberalismo clásico de Adam Smith.

Desde el punto de vista profesional, sus conocimientos le fueron reconocidos tempranamente, en 1793, al ser nombrado por las autoridades españolas secretario del Consulado de Buenos Aires, organismo que constituía una especie de ministerio económico de la colonia. Y en el cumplimiento de sus funciones, Belgrano no tardó en puntualizar gran parte de los estigmas que perdurarían desde entonces en el país de los argentinos.

Entre otras cosas, constituye un tema clave su preocupación por el rol subordinado de la agricultura dentro de una economía bonaerense rudimentaria, basada en el latifundio ganadero. No resulta casual que señale prontamente, en pleno proceso revolucionario (junio de 1810), que la situación de los agricultores se debe a “la falta de propiedades de los terrenos que ocupan los labradores”. Este, para él, era el “gran mal” de donde provenían todas sus “infelicidades y miserias, y de que sea la clase más desdichada de estas Provincias, debiendo ser la primera y más principal que formase la riqueza real del Estado”. Conociendo a fondo la desmesura con la cual desde el período de la colonia se habían repartido las tierras, destaca que había potentados en Europa que no eran allí señores de tantas leguas de campo. Por ello, para arraigar a una población en crecimiento e integrarla a la sociedad, propone que se allane a los labradores el acceso a la propiedad de la tierra.

EL CAMPO Y LA INDUSTRIA

También mostró preocupación por las tierras improductivas “sin provecho propio ni del Estado”, señalando la necesidad de obligar a sus poseedores “no a darlas en arrendamiento, sino en enfiteusis a los labradores”. De esta manera, Belgrano adelanta una solución para lo que constituiría un drama constante de los chacareros que, un siglo después, en 1912, reclamarían todavía por la precariedad de sus contratos de arrendamiento. Claramente volcado a favor de incrementar la producción agrícola, no vaciló en aconsejar medidas extremas. A quienes tenían tierras incultas “se podría obligar a la venta de terrenos, que no se cultivan, al menos en una mitad, si en un tiempo dado no se hacían plantaciones por los propietarios”.

Tributario del pensamiento fisiocrático, Belgrano considera la agricultura como “el verdadero destino del hombre”. Juicio comprensible en el marco de un lejano territorio en el cual, a diferencia de los Estados Unidos de entonces, se privilegiaba una primitiva economía pastoril y en el que los hacendados consolidaban su poder en el ámbito bonaerense. Lejos está de proponer un desarrollo inarmónico de la economía.  Por el contrario, sustenta la idea de una interdependencia con otras actividades económicas, subrayando la necesidad de “fomentar la agricultura animar la industria y proteger el comercio”, ya que “son las tres fuentes universales de las riquezas”. Además, afirma que “ni la agricultura ni el comercio serían casi en ningún caso suficientes para establecer la felicidad de un pueblo si no entrase en su socorro la oficiosa industria”. Ninguna de aquellas actividades podía establecerse sólidamente si la industria “no entra a dar valor a las rudas producciones de una y materia y pábulo a la perenne rotación del otro”.

En septiembre de 1810 fue todavía más contundente: recalca la unión de la agricultura y de la industria porque “si la una pesa más que la otra ella viene a destruirse a sí misma. Los frutos de la tierra sin la industria no tendrán valor; si la agricultura se descuida, los conductos del comercio quedarán atajados”. Habría que esperar más de medio siglo para que esas ideas adquirieran eco nacional durante la acalorada discusión en el Congreso de 1876 sobre la nueva ley de aduanas.

VALOR AGREGADO Y PROTECCIÓN

Ya en un principio, desde su condición de funcionario de la colonia, recomienda el procesamiento local de las materias primas. “No debemos abandonar –afirma con énfasis– artes y fábricas que se hallan establecidas en los países que están bajo nuestro conocimiento. Antes bien, es forzoso dispensarles toda protección posible, y que igualmente se las auxilie en todo y se las proporcione cuantos adelantamientos puedan tener, para animarlas y ponerlas en estado más floreciente.” Al respecto, demanda al gobierno estímulos para la manufactura del hilado de lana y algodón, aconseja los cultivos industriales del lino y cáñamo y exige el fomento a la industria del cuero. En este sentido, recogiendo las enseñanzas de los ingleses, destaca que “el modo más ventajoso de exportar las producciones superfluas de la tierra es ponerlas antes en obra o manufacturarlas”, es decir, agregar valor a las materias primas excedentes destinadas a su venta en el exterior.

Lúcido observador de las transformaciones del mundo, alerta sobre la necesidad de no limitarse a la condición de lo que hoy conocemos como país primario exportador. Decía que “todas las naciones cultas se esmeran en que sus materias primas no salgan de sus estados a manufacturarse y todo su empeño es conseguir no sólo darles nueva forma sino extraer del extranjero para ejecutar las mismas y después venderlas”. Atendiendo a los principios que inspiraban al comercio exterior inglés, en septiembre de 1810 recomienda una prudente protección. “La importación de mercancías que impiden el consumo de las del país o que perjudican al progreso de sus manufacturas y de su cultivo lleva tras sí necesariamente la ruina de una nación”. A diferencia de muchos de sus contemporáneos que apoyaban un librecambismo sin cortapisas, Belgrano aboga a favor de una apertura comercial que no ponga en cuestión el desarrollo productivo local.

En su mirada estaba presente la formación de los recursos humanos necesarios. Así recomienda, entre otras iniciativas vinculadas a la educación, el establecimiento de una escuela de agricultura, una de comercio y una de náutica, consciente, en este último caso, de la necesidad de contar con una flota para transportar los productos del país sin depender de la potencia marítima de la época. Muchos fracasos ha padecido la Argentina para que las iniciativas y las palabras de Belgrano sigan conservando su vigencia y constituyan un renovado llamado a la reflexión. Cuando celebremos el Día de la Bandera, pensemos nuevamente en las ideas de nuestro primer economista.

*Mario Rapoport es un economista, historiador, especialista en relaciones internacionales y escritor argentino.Wikipedia

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