Jorge Enea Spilimbergo, uno de los fundadores de la izquierda nacional latinoamericana

Por Julio Fernández Baraibar 
Publicado el 7 de setiembre de 2004
“No temáis que se extinga su sangre sin objeto, porque éste es de los muertos que crecen y se agrandan aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto". 


Miguel Hernández

Es esta una tarea a la que el pensamiento y las manos se resisten, porque es muy difícil pensar que Jorge Enea Spilimbergo está muerto y lo es mucho más el tratar de escribir sobre este gigante, sobre su inteligencia luminosa y su voluntad adamantina. La lucha por la liberación nacional de las garras del imperialismo, el largo combate por la creación de una sociedad sin explotadores, la marcha por la unificación de las patrias suramericanas encontraron en este hombre inmenso su mejor militante.

A los quince años, cuando era un estudiante del Colegio Nacional Buenos Aires, descubrió, como muchos compañeros de generación, las injusticias de la sociedad capitalista semicolonial. Provenía Spilimbergo, por parte de su padre, de una familia del norte de Italia, y su tío Lino era ya el extraordinario pintor de esos rostros de ojos grandes, de esos coloridos paisajes cordobeses e italianos, que lo convirtieron en uno de los pocos clásicos de la plástica argentina. Su paso por la Federación Juvenil Comunista, en aquellos años mozos, le dejaron un imborrable desprecio por los manejos burocráticos del partido de Victorio Codovilla y Rodolfo Ghioldi, por la adocenada y ramplona caricatura de marxismo que exhibían sus dirigentes y la lacayuna obediencia a los dictados de Stalin y la Unión Soviética. 

A los 20 años, y vistiendo el uniforme de conscripto de la Aeronáutica, conoció a Jorge Abelardo Ramos, nueve años mayor que él, quien por entonces comenzaría a hacerse conocer en las columnas del diario Democracia, bajo el seudónimo de Víctor Almagro. A partir de entonces, y durante más de veinte años, Ramos y Spilimbergo dedicarían sus esfuerzos políticos e intelectuales a la creación de la Izquierda Nacional. 

Spilimbergo era un renacentista, en el sentido más rico y complejo del término. Poseía una riquísima cultura general, un vasto saber sobre la historia, tanto europea como americana, y una prodigiosa avidez de conocimiento. Dueño de una sólida formación filosófica y literaria, su lectura de Marx y el marxismo tuvo siempre una fresca impronta antidogmática y un fuerte anclaje en la realidad. Nada más lejano a su inteligencia política que los abstractos juegos ideológicos o las verdades eternas y universales. Su búsqueda y lo que transcribió en sus libros -que son ya fundamentales del pensamiento moderno de nuestro país- era un pensamiento revolucionario vinculado orgánicamente a la realidad social, económica y cultural de la Argentina, un instrumento de conocimiento y de transformación, una herramienta de lucha nacional y social. Y ese prodigioso cerebro estaba, además, dotado de un extraordinario sentido del humor, una finísima sensibilidad poética, un admirable estilo literario y una hipnótica elocuencia. Poseía, más que nadie, la capacidad de transmitir conceptos y emociones, tanto en el diálogo personal como en la tribuna o la barricada. 

El diálogo con Spilimbergo era siempre placentero. Su frecuencia a los grandes poetas y escritores del Siglo de Oro español, su pasión por la novela y el cine, su erudición y su simpatía hacían sentir inteligente a su interlocutor. Ponía todo este saber al servicio de su razonamiento eminentemente práctico y político y era capaz de establecer asombrosas relaciones, cuya finalidad era conmover la inteligencia y mover la voluntad. Su voluntad fue indoblegable. Vivió y murió de la manera que decidió a los quince años: al servicio de la causa de los oprimidos y la Patria. Nunca tuvo otro interés que éste, pese a que no era hombre que despreciara -al modo de tanto asceta avinagrado y dispéptico- los dulces placeres de la vida: un buen vaso de vino, un abundante y sabroso plato, una fiesta con música y baile con sus compañeros y compañeras. Pero todo ello estaba subordinado a aquella tarea que se impuso en su paso sobre la tierra: la militancia política revolucionaria. 

Amó a su mujer, Isabel Constenla, "Yiyí", como muy pocas mujeres han sido amadas: la admiraba amantísimamente y la llevó en su memoria hasta el último hálito de una vida rica y ejemplar. 

Fue uno de los grandes pensadores nacionales de la segunda mitad del siglo XX. Fue el constructor insumergible de una fuerza política que, seguramente, lo continuará y mantendrá vivo su recuerdo. Fue respetado por sus amigos y temido por sus enemigos. Aún cuando poseía un carácter irascible, que se fue suavizando con los años y la madurez, carecía de todo rencor. Ejerció sin hipocresías una notable capacidad de autocrítica y pese a la dureza que las discusiones políticas pudiesen adquirir, recibió siempre con los brazos abiertos a quienes se reincorporasen a la causa común. 

Este hombre, síntesis y expresión de lo mejor de los argentinos, se ha ido para siempre. De su pasta deberán estar hechos quienes asuman sobre sus hombros la tarea de continuar su obra y su lucha. Sus libros, sus reflexiones y su consejo nos iluminarán el camino para siempre. En algún lugar, quisiera uno pensar, así sea en el corazón del pueblo, se encontrará Spilimbergo con su amada Yiyí, y en la mesa de El Galeón volverá a tomar un café con el Colorado Ramos y Don Arturo Jauretche. 

"El régimen imperialista -solía decir- lo puede todo. Lo único que no puede, y por eso será vencido, es dar respuesta a la desesperación, la miseria y el hambre de millones de seres humanos". Con toda seguridad, querido compañero Spilimbergo, cuando los hambrientos argentinos y latinoamericanos recuperen para siempre la vertical de su dignidad, su nombre y su memoria serán veneradas con el mismo fervor que profesamos quienes compartimos su lucha y sus sueños. 

Julio Fernández Baraibar 

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Estamos de duelo con el fallecimiento del gran maestro de muchos de nosotros, don Jorge Spilimbergo. La lágrimas y la emoción, me nublan la razón, y temo escribir algún disparate. Pido excusas de antemano.

Pero cuando se nos va uno de aquellos que Bertol Bretch llamaba " los imprescindibles", es deber de honor inclinar las banderas, en su homenaje, y despedirlo en su último viaje al más allá, acompañándole militantemente, y redoblar nuestro compromiso con la causa de la revolución nacional.

Spili fué muchas cosas: Intelectual brillante, político de raza, orador, escritor, sindicalista, amigo, pero sobre todas las cosas fue un militante revolucionario.

En todo momento. En todo lugar. Siempre dando el ejemplo. Siempre siendo el que más diario vendía, el primero en cotizar. El que en una reunión, estaba atento a las personas nuevas, a los detalles pequeños, a los hechos humanos.

Spilimbergo siempre se preocupaba de los detalles personales de cada uno de nosotros. Siempre atento a preguntar por el hijo, la compañera, el enfermo o el vecino.

Nada le parecía menor. Todo lo humano le era propio. 

Y podía ver lo que los demás no podíamos, cuando la desazón de la noche menemista nos doblaba las piernas a más de uno, Spili supo mantener su permanente fé en la clase trabajadora, en las masa de nuestro pueblo, y prestar su oido atento a los más humildes, los más castigados por la crisis, pues siempre nos enseño, que los cambios profundos, vienen desde allí. Que la revolución es posible, y que sin socialismo, no hay solución duradera.

Siempre nos enseño que la emancipación de los trabajadores debía ser obra de los trabajadores mismos, obviamente, en alianza con todos aquellos sectores del campo nacional afectados por el imperialismo, como decía. Pero que serán siempre los más humildes, los que producen la riqueza, en quienes debemos confiar, aunque la noche esté cerrada, y parezca que el día, no legará nunca más.

Sus últimos años, eligió dedicarlos a trabajar con organizaciones de desocupados y desempleados. Prestó su apoyo, su voz y su consejo a las organización de los más humildes. Golpeada la clase obrera sindical por la desindustrialización, la atomización y la debilidad, evitó los cantos de sirena de buscar atajos hacia el nacionalismo militar carapintada y redobló su apuesta, y se sumergió en la organización de la clase trabajadora desempleada y expulsada del sistema. Y creó Patria y Pueblo.

Pero como un gran maestro, eligió dar un paso al costado. No quería escribir los editoriales del periódico. Nos obligaba a hacerlo mal a otros. Pero no era de vago. Era de sabio. 

Eligió dar su respaldo a los más jóvenes. A los Pablo, las Lorenas, las Marianas o las Cristinas. A esa generación de jóvenes cuadros que venían de una experiencia social profunda, y que hacían sus primeras armas en la política.

En las reuniones de conducción, flanqueado por viejos cuadros como Nestor o Ruben escuchaba, dejaba hablar, asentía o apuntaba, con modestia, como uno más. Como un primus inter pares. Como un Compañero más. Ni más ni menos.

Solo se enfurecía, levantaba la voz y te fulminaba con su mirada, cuando percibía en uno la pérdida de confianza en la capacidad transformadora y revolucionaria de los oprimidos. Ahí si que el maestro se ponía, como dicen los futboleros, el equipo al hombro, y daba cátedra.

Hoy, lo están llorando cientos de cros. Lo lloran junto al horno de panadería de Aukache. Lo lloran las compañeras de costura. Lo lloran los más chicos del Jauretche. Rostros morenos, manos curtidas, miradas cargadas de sufrimiento, dolor sin consuelo. Nos quedamos solos, me decía hoy Lucía, pero el viejo -como lo llamaba- nos dejó muchas enseñanzas, me dijo entre lagrimas.

Será acompañado en su último viaje, por sus amigos y compañeros de toda la vida. Murió pobre. Vivió toda la vida en la misma casa. En el barrio de la Boca. Jamás se vendió ni rifó sus ideas por un cargo o un acomodo. Spilimbergo estaba hecho de otra madera.

Y hoy tendrá el cortejo al que puede aspirar un dirigente de su talla y su estatura moral: Estarán junto a el los mas humildes, los más castigados, los desheredados, los que no tienen nada que perder, salvo sus cadenas. Esos a los que el enseñó que se puede construir un mundo mejor. Que está allí al alcance de la mano. Solo se trata de decidirse a arrojar las cadenas y luchar por el.