Darwin y Rosas

Por Marcelo Montserrat
numero 2381, año 2012

En agosto de 1833, Charles Darwin se entrevistó con Juan Manuel de Rosas en el campamento desde el que comandaba la Conquista del Desierto. Impresiones y presagios.

Cuando el 27 de diciembre de1831 Charles Robert Darwin partió desde Devonport en su viaje iniciático que duraría casi un lustro, no era ese anciano de barba pluvial que pertenece al imaginario colectivo, sino un joven graduado en Teología por Cambridge de apenas veintidós años. El capitán del airoso velero HMS Beagle, recientemente reacondicionado, tenía sólo cuatro años más. A bordo había tripulantes más jóvenes aún: los grumetes voluntarios de primera clase Musters y Hellyer, de once y doce años respectivamente. August Earle, el notable pintor y dibujante de la expedición, formado en la Royal Academy de Londres, doblaba a Darwin y a Fitz Roy, más allá de los cuarenta.

Como los héroes homéricos, los jóvenes desafiaban al destino en el mar donde ya no encontrarían a la seductora Circe ni aquellas “sirenas, endriagos y piedras imanes que enloquecen la brújula”, al decir de nuestro más alto escritor. Ahora oteaban aquel horizonte esquivo que Magallanes persiguió en vano, acicateados por la obsesiva fe bibliolátrica del capitán y la ávida lectura del naturalista sobre los textos de Milton, Byron y más aún el atrevido Lyell, que tanto desconcertaba a Fitz Roy. Durante cinco años se meditaría colectivamente la Biblia cada noche, operación dirigida por el capitán –quizá un bipolar– en el vientre austero de la nave. Durante casi cinco años, Darwin y Fitz Roy discutieron sobre la Creación, a veces con acritud, tal como lo ha narrado magistralmente Harry Thompson en su novela ThisThing Of Darkness, publicada en 2005 y titulada arbitrariamente en nuestro idioma como Hacia los confines del mundo, esquivando la cita shakesperiana y la alusión quizá conradiana del título original.

Entre el 10 y el 17 de agosto de 1833, Darwin viajó del sitio patagónico de El Carmen hacia Bahía Blanca y del 8 al 20 de septiembre de allí, posta a posta, a Buenos Aires. El campamento del general Rosas estaba emplazado alrededor de 80 millas al norte de El Carmen sobre el río Colorado, nos informa Darwin, quien estaba acompañado por un inglés de apellido Harris, vinculado a Fitz Roy, y una escolta de un guía y cinco gauchos, personajes que despertaron la viva admiración del naturalista por su consumado dominio del caballo.

“Las tribus nómadas de indios que utilizaban el caballo, y que siempre han ocupado la mayor parte de este país, atacaban últimamente a cada instante las estancias aisladas, y el gobierno de Buenos Aires ha equipado, hacia algún tiempo, para exterminarlas (exterminating, en el original), un ejército al mando del general Rosas”.1 Darwin percibía claramente el entorno bélico de su aventura.

“El campamento del general Rosas se encuentra muy cerca del rio”, escribe Darwin. “Es un cuadro formado de carretas, de artillería, de chozas de paja, etc. No hay casi mas que caballería, y opino que jamás se ha reunido un ejercito que se pareciera más a una partida de bandoleros. Casi todos los hombres son de raza mestiza; casi todos tienen en las venas sangre española, negra, india. No sé por qué, pero los hombres de tal origen rara vez tienen buena catadura. Me presento enseguida al secretario del general para mostrarle mi pasaporte. Inmediatamente empieza a interrogarme de la manera más altanera y misteriosa. Afortunadamente llevo encima una carta de recomendación que me ha dado el gobierno de Buenos Aires para el comandante de Patagones. Hacen llegar esa carta al general Rosas, que me envía un atentísimo mensaje, y el secretario vuelve a reunirse conmigo, pero esta vez muy cortés y muy amable. Vamos a aposentarnos al rancho, o choza de un anciano español que había servido a las órdenes de Napoleón en la expedición a Rusia”.2

Nuestro naturalista, cuya apreciación de la belleza femenina difería notablemente de la del otro género, anota: “Puede decirse realmente que algunas jóvenes, o chinas, son bellas. Tienen los cabellos ásperos, pero negros y brillantes, y los llevan divididos en dos trenzas que les cuelgan hasta la cintura. Su tez es subida de color y sus ojos muy vivos; sus piernas, pies y brazos, reducidos y de elegante forma; adornan sus tobillos y algunas veces su cintura con anchos brazaletes de abalorios azules”.3

El joven teólogo de Cambridge se manifiesta azorado ante un conflicto que todos consideran como la más justa de las guerras contra los bárbaros. Afirma con fuerza: “…pero ¡cuánto más horrible aún es el hecho cierto de que se da muerte a sangre fría a todas las indias que parecen tenerlas de 20 años! Y cuando yo, en nombre de la humanidad, protesté, se me replicó: Sin embargo, ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¡Tienen tantos hijos esas salvajes! … ¿Quién podría creer que en nuestra época se cometieran tantas atrocidades en un país cristiano y civilizado? Se perdona a los niños, que son vendidos a cualquier precio para ser de ellos domésticos, o más bien esclavos… pero creo que, en general, se les trata bastante bien”.4

Las justas apreciaciones de Darwin pueden contrastarse –ironías aparte– con la situación laboral inglesa hacia la misma época: “En ciertas fábricas, los niños trabajaban regularmente desde las tres y media de la mañana hasta las 9 y media de la noche en verano; además, dos veces por semana durante toda la noche.”5. El mismo Darwin advirtió en su libro sobre las condiciones de trabajo inhumanas de los mineros chilenos en el yacimiento aurífero de Yaquil.6

“La guerra –continúa el naturalista– se lleva acabo principalmente contra los indios de la Cordillera, porque la mayor parte de las tribus orientales acrecientan el ejército de Rosas. Pero el general, tal como lo hacia Lord Chesterfield, pensando sin duda que sus amigos de hoy pudieran convertirse mañana en sus enemigos, tiene buen cuidado de colocarlos siempre a vanguardia, a fin de que merme el mayor número posible de ellos”.7

Finalmente se produce la entrevista. Darwin describe así a quien un impreso de 1833 muestra “penetrando por la inmensidad del desierto, luchando con la naturaleza y venciendo a los bárbaros…Héroe del desierto”.8:

“El general Rosas expresó el deseo de verme, circunstancia que me proporcionó ocasión para que yo me felicitara andando el tiempo. Es un hombre de extraordinario carácter, que ejerce la más profunda influencia sobre sus compañeros; influencia que sin duda pondrá al servicio de su país para asegurar su prosperidad y su dicha”. En una enfática nota al pie, Darwin, en 1845 con ocasión de la segunda edición de la obra, escribe: “¡Esta profecía, ha resultado una completa y lastimosa equivocación! (Thisprophecy has turnedoutentirely and miserablywrong.)”.Prosigue el naturalista: “Posee según se dice, 74 leguas cuadradas de terreno y alrededor de 300 mil cabezas de ganado vacuno. Dirige admirablemente sus inmensas propiedades y cultiva mucho más trigo que todos los restantes propietarios del país. Las leyes que él ha redactado para sus estancias y un cuerpo de tropa compuesto por muchos centenares de hombres admirablemente disciplinados para poder resistir a los ataques de los indios, fue lo que al principio hizo que todos los ojos se fijaran en él y donde se apoyó su celebridad. Acerca de la rigidez con que el general hacia ejecutar sus órdenes se cuentan muchas anécdotas… El general Rosas es también un perfecto jinete, cualidad muy importante…, adoptando el traje de los gauchos, ha sido como ha adquirido el general Rosas una popularidad ilimitada en el país y como consecuencia un poder despótico… En el curso de la conversación, el general Rosas es entusiasta, pero al mismo tiempo, está lleno de buen sentido y gravedad. Esta, incluso, está llevada al exceso… Mi entrevista con el general terminó sin que él hubiera sonreído una sola vez, pero obtuve un pasaporte y permiso para servirme de los caballos de posta del gobierno, lo que me concedió de la manera mas servicial”.9

Así queda, pues, retratado el adusto terrateniente convertido en estratega del vacío –aquella política contra el desierto, como quería Alberdi en las Bases–, rodeado de dos bufones que relatan crueles anécdotas al sorprendido inglés. No imaginaría que casi dos décadas después se convertiría en un farmer en la Inglaterra victoriana.

Tal como lo había decidido, Darwin se encaminaría a Bahía Blanca y Buenos Aires, posta tras posta, para alojarse en la casa de Mr. Lumb, un comerciante inglés. La semblanza de la ciudad porteña es breve, aunque en una carta dirigida a sus hermanas escribe: “Nuestro principal pasatiempo consistía en cabalgar y admirar a las mujeres locales (Spanish ladies). Después de observar a uno de esos ángeles deslizándose por las calles, nosotros involuntariamente suspirábamos: Qué sosas son las mujeres inglesas… Y por cierto qué feo suena Miss después de Signorita (sic). Uno no puede ver por detrás sus encantadoras siluetas sin exclamar: ¿Qué hermosas deben ser!”10.

***

Darwin regresaría a Buenos Aires, pero fictivamente. Nunca volvería a dejar Gran Bretaña, cómodamente asentado con una esposa tan expectable –moral y financieramente- como Emma Wedgwood. Ni siquiera se acercaría a Oxford para defender ante el obispo Samuel Wilberforce (Soapy Sam) su libro mayor, El origen de las especies, publicado en 1859 y agotado el mismo día de su aparición. Dejaría que T.H. Huxley, su adalid, defendiera entre gritos opositores, sales para algunas damas desmayadas y la furia del ahora vicealmirante Fitz Roy, sus novedosas hipótesis. A su turno, el ubicuo Disraeli exclamaría: “¿El hombre es mono o ángel? Yo, señor, me pongo del lado de los ángeles”.

Cuando murió en 1882, Darwin fue sepultado en la Abadía, a pesar de la oposición de Huxley y sus amigos. Una sencilla lápida lo recuerda, a poca distancia del monumento funerario de Sir Isaac Newton. Curiosa ciudad es esta vieja Londres, admirablemente historiada por Peter Ackroyd.11. En ella yacen los restos de Charles Robert Darwin, Karl Marx y Sigmund Freud, los grandes maestros de la sospecha.

Pero un joven estudiante de medicina argentino, Eduardo Ladislao Holmberg, fieramente darwinista, trajo nuevamente al maestro en su fantasía científica Dos partidos en lucha en 1875 para dirimir una polémica versión del progreso ochocentista. Pero esta es otra historia que he tratado de indagar en algunas de mis obras. Sólo me resta memorar a un atribulado muchacho de dieciocho años, William Henry Hudson, quien sería el primer lector del Origen en la Argentina, allá por 1859 al amparo de sus veinticinco ombúes. Desde Allá lejos y hace tiempo hasta Días de ocio en la Patagonia, la sombra de Darwin vaga entre las notables intuiciones de este gran y olvidado escritor, precursor –me parece– de una reflexión ecológica.12. En cuanto a Rosas, prefiero citar a Borges13:

“No sé si Rosas
fue un ávido puñal como los abuelos decían;
creo que fue como tú y yo
un hecho entre los hechos
que vivió entre la zozobra cotidiana
y dirigió para exaltaciones y penas
la incertidumbre de otros.”

Notas:

1. Charles Darwin, Viaje de un naturalista alrededor del mundo, Buenos Aires, El Ateneo, 1945, (reimpr.), p. 101. Tengo a la vista la versióninglesa: Charles Darwin, The voyage of the Beagle, G.B., Woordsworth Editions, 1997. El título original de laobra (1839) esJournal of Researches into Natural History and Geology of the Countries visited during the Voyage of H.M.S. Beagle round the World, under the Command of Captain Fitz Roy, R.N.

2. Charles Darwin, op. cit., pp. 105-6.

3. Charles Darwin, op. cit., p. 106.

4. Charles Darwin, op. cit., pp. 139-140.

5. Édouard Dolléans, Historia del movimiento obrero, Buenos Aires, EUDEBA, vol. 1, p, 107.

6. Charles Darwin, op. cit., pp.321-2.

7. Charles Darwin, op. cit., p.114.

8. José Luis Busaniche, Estampas del pasado, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1971 (reimpr.), p. 511.

9. Charles Darwin, op. cit., pp.107-109.

10. Citadapor Alan Morehead, Darwin and the Beagle,Harmondsworth, Penguin Books, 1971 (reimp.), p. 127. La traducción es mía.

11. PeterAckroyd,Londres (Una biografía), Barcelona, Edhasa, 2002.

12. Marcelo Montserrat, “La primera lectura del Origen en la Argentina: el caso de Williams Henry Hudson”, en M.A. Puig-Samper, R. Ruiz y A. Galera (eds.), Evolucionismo y cultura (Darwinismo en Europa e Iberoamérica), Madrid, Doce calles, 2002, pp. 57-64.

13. V. Marcelo Montserrat, “ The Evolutionist Mentality in Argentina: An ideology of progress, en T.F. Glick, M.A. Puig-Samper y R. Ruiz (eds.), The reception of Darwinism in the Iberian World, Dordrecht, Kluwer Academic Publishers, 2001.


14. Jorge Luis Borges, el poema Rosas, en Fervor de Buenos Aires(1923), hoy en Obras completas (1923-1949), Buenos Aires,Emecé, 2007, vol. I, pp. 31-2.


***

A orillas del río Colorado 1833

Por Charles Darwin


"El campamento del general Rosas estaba cerca del río [Colorado], Consistía en un cuadrado formado por carros, artillería, chozas de paja, etcétera. Casi todas las tropas eran de caballería, y me inclino a creer que jamás se reclutó en lo pasado un ejército semejante de villanos seudobandidos. La mayor parte de los soldados eran mestizos de negro, indio y español. No sé por qué, tipos de esta mezcolanza, rara vez tienen buena catadura. Pedí ver al secretario para presentarle mi pasaporte. Empezó a interrogarme con gran autoridad y misterio. Por fortuna llevaba yo una carta de recomendación del gobierno de Buenos Aires para el comandante de Patagones.  Presentáronsela al general Rosas, quien me contestó muy atento, y el secretario volvió a verme, muy sonriente y afable. Establecí mi residencia en el rancho o vivienda de un viejo español, tipo curioso que había servido con Napoleón ea la expedición contra Rusia.  Estuvimos dos días en el Colorado; apenas pude continuar aquí mis trabajos de naturalista porque el territorio de los alrededores era un pantano que en verano [diciembre] se forma al salir de madre el río con la fusión de las nieves en la cordillera. Mi principal entretenimiento consistió en observar a las familias indias, según venían a comprar ciertas menudencias al rancho donde nos hospedábamos. Supuse que el general Rosas tenía cerca de seiscientos aliados indios. Los hombres eran de elevada talla y bien formados; pero posteriormente descubrí sin esfuerzo, en el salvaje de la Tierra del Fuego, el mismo repugnante aspecto, procedente de la mala alimentación, el frío y la ausencia de cultura.


El general Rosas insinuó que deseaba verme, de lo que me alegré mucho posteriormente. Es un hombre de extraordinario carácter y ejerce en el país avasalladora influencia, que parece probable ha de emplear en favorecer la prosperidad y adelanto del mismo.  Se dice que posee setenta y cuatro leguas cuadradas de tierra y unas trescientas mil cabezas de ganado. Sus fincas están admirablemente administradas y producen más cereales que las de los otros hacendados. Lo primero que le conquistó gran celebridad fueron las ordenanzas dictadas para el buen gobierno de sus estancias y la disciplinada organización de varios centenares de hombres para resistir con éxito los ataques de los indios.  Corren muchas historias sobre el rigor con que se hizo guardar la observancia de esas leyes. Una de ellas fue que nadie, bajo pena de calabozo, llevara cuchillo los domingos, pues como en estos días era cuando más se jugaba y bebía, las pendencias consiguientes solían acarrear numerosas muertes por la costumbre ordinaria de pelear con el arma mencionada. En cierto domingo se presentó el gobernador con todo el aparato oficial de su cargo a visitar la estancia del general Rosas, y éste, en su precipitación por salir a recibirle, lo hizo llevando el cuchillo al cinto, como de ordinario. El administrador le tocó el brazo y le recordó la ley, con lo que Rosas, hablando con el gobernador, le dijo que sentía mucho lo que le pasaba, pero que le era forzoso ir a la prisión, y que no mandaba en su casa hasta que no hubiera salido. Pasado algún tiempo, el mayordomo se sintió movido a abrir la cárcel y ponerle en libertad; pero, apenas lo hubo hecho, cuando el prisionero, vuelto a su libertad, le dijo: «Ahora tú eres el que ha quebrantado las leyes, y por tanto debes ocupar mi puesto en el calabozo». 
Rasgos como el referido entusiasmaban a los gauchos, que todos, sin excepción, poseen alta idea de su igualdad y dignidad.   El general Rosas es además un perfecto jinete, cualidad de importancia nada escasa en un país donde un ejército eligió a su general mediante la prueba que ahora diré: metieron en un corral una manada de potros sin domar, dejando solo una salida sobre la que había un larguero tendido horizontalmente a cierta altura; lo convenido fue que sería nombrado jefe el que desde ese madero se dejara caer sobre uno de los caballos salvajes en el momento de salir escapados, y, sin freno ni silla, fuera capaz no sólo de montarle, sino de traerle de nuevo al corral. 
El individuo que así lo hizo fue designado para el mando, e indudablemente no podía menos de ser un excelente general para un ejército de tal índole. Esta hazaña extraordinaria ha sido realizada también por Rosas. 
Por estos medios, y acomodándose al traje y costumbres de los gauchos, se ha granjeado una popularidad ilimitada en el país y consiguientemente un poder despótico. Un comerciante inglés me aseguró que en cierta ocasión un hombre mató a otro, y al arrestarle y preguntarle el motivo respondió: «Ha hablado irrespetuosamente del general Rosas y por lo mismo le quité de en medio».   Al cabo de una semana el asesino estaba en libertad. Esto, a no dudarlo, fue obra de los partidarios del general y no del general mismo. En la conversación [Rosas] es vehemente, sensato y muy grave. Su gravedad rebasa los límites ordinarios; a uno de sus dicharacheros bufones (pues tiene dos, a usanza de los barones de la Edad Media) le oí referir la siguiente anécdota: «Una vez me entró comezón de oír cierta pieza de música, por lo que fui a pedirle permiso al general dos o tres veces, pero me contestó: “¡Andá a tus quehaceres, que estoy ocupado!”. Volví otra vez, y entonces me dijo: “Si vuelves, te castigaré”. Insistí en pedir permiso, y al verme se echó a reír. Sin aguardar, salí corriendo de la tienda, pero era demasiado tarde, pues mandó a dos soldados que me cogieran y me pusieran en estacas. Supliqué por todos los santos de la corte celestial que me soltaran, pero de nada me sirvió; cuando el general se ríe no perdona a nadie, sano o cuerdo». 
El buen hombre ponía una cara lastimosa al solo recuerdo del tormento de las estacas. Es un castigo severísimo; se clavan en tierra cuatro postes, y, atada a ellos la victima por los brazos, y las piernas tendidas horizontalmente, se le deja permanecer así por varias horas. La idea está evidentemente tomada del procedimiento usado para secar las pieles. Mi entrevista terminó sin una sonrisa, y obtuve un pasaporte con una orden para las postas del gobierno, que me facilitó del modo más atento y cortés". 

Fuente: José Luis Busanicha "Rosas visto por sus contemporáneos" págs. 51 a 53 HYPAMERICA 1985