Doctores, militares e ingleses en la independencia nacional

Por  José María Rosa

En homenaje al 150° aniversario de la decla­ración de Tucumán, se ha evocado la historia del Congreso y los motivos que llevaron a los diputados de 1816 al voto del 9 de julio. Poco se ha dicho, en cambio, del sentimiento independentista que preexistía al juramento de Tu­cumán y de las fuerzas, visibles u ocultas, que apuraban o retardaban la exteriorización de una nacionalidad argentina.
Es lo que me propongo hacer en este lugar. Es un esquema y, como tal, admite excepciones: ni los “doctores” que aquí trato son todos los doctores ni los “militares”, todos los militares. Y a ver si nos entendemos.

Gente, caudillos y letrados
Nuestra autonomía puede rastrearse hasta en el fondo de nuestra historia. Desde el momento en que llegaron al Río de la Plata, los conquis­tadores del siglo XVI se sintieron y obraron como dueños de la tierra. Una realidad política —la gente— no prevista por los doctores del Supre­mo de Indias se antepuso y acabó por eclipsar a las autoridades reales establecidas en las capitulaciones de los adelantados. La gente era la masa anónima de soldados y marinantes ad­venidos en las crujías de proa de las carabelas, que una vez en el Nuevo Mundo se abrieron camino a fuerza de sufrimientos y coraje. Contra ellos poco pudieron los oficiales reales a pesar de las células selladas con las armas del rey que les daban el mando: esa gente va a ser la gran realidad, la sola realidad, de la conquista y la colonización en el Río de la Plata.
A su frente se mueven jefes, auténticos jefes que saben conducirla e interpretarla. Son los caudillos en quienes la masa deposita su con­fianza: en sus palabras hablan todos; en su gesto gesticula la multitud. Ellos fundan las ciudades —sustituyendo las antiguas fortalezas o reales— donde la gente se hace “república” (la palabra es sinónimo de ciudad) con sus propias auto­ridades, sus jueces y su milicia. Surgió en el Nuevo Mundo un derecho que no podían en­tender los letrados que aconsejaban al rey: era muy difícil a doctores de Salamanca o Alcalá comprender algo que no estuviese en sus libros de ciencia política.
De allí las luchas constantes del siglo XVI entre las autoridades reales y los cuerpos municipales, entre los fijos de soldados contratados y las milicias urbanas de vecinos, entre leales y tumultuarios. Hasta que el rey, mostrando más sentido común que los doctores de sus consejos, acabó por reconocer que en las lejanas Indias surgía un nuevo derecho, que no debía contra­rrestarse. Lo importante era salvar el principio de unidad española expresado en el respeto al monarca, aun en deterioro de la autoridad del mismo monarca; debía pasar por alto que a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, su adelantado en el Río de la Plata, se lo devolviese la gente de Asunción desposeído y engrillado —y en un bu­que bautizado Los comuneros, a veinte años de derrotados éstos en Villalar— siempre que acom­pañase al funcionario depuesto una humilde sú­plica de sus leales vasallos explicando que así habían procedido hasta que otra cosa no se le ocurriese a V. M. ordenar. Que no se le ocurrió.
Militares y doctores
La historia de la conquista del Río de la Plata es la historia de caudillos que extrajeron su autoridad del prestigio en la gente, y el monarca acabó por confirmar o tolerar: Domingo Martí­nez de Irala, simple soldado de la expedición de Mendoza; Juan de Garay, general de un ade­lantado cuyo título había sido rechazado, que fundaba ciudades para asentar su derecho; Her­nando Arias de Saavedra, el hijo de la tierra en lucha contra los doctores que se enriquecían con el contrabando y la introducción clandesti­na de esclavos por el puerto de Buenos Aires…
Nuestra historia a través de los siglos XVII y XVIII sigue esa constante de los tiempos de la fundación. Un pueblo hecho milicia que brega por manejarse a sí mismo contra fuerzas tremen­das de ultramar —España primero, Inglaterra después— apoyadas en doctores que no sabían ir más allá de sus libros.
Revolución e Independencia
La independencia latía en el espíritu de la Revolución de 1810. Éste era el espíritu de Mayo para los gauchos y orilleros que formaban las milicias e hicieron posible la deposición del virrey, y de ninguna manera ese afrancesamiento en el espíritu y las instituciones que se pretendió después. Esa independencia que podía entender un miliciano de Patricios no era tan perceptible a los doctores que peroraron en el congreso vecinal del 22 de mayo y consiguieron introducirse en la junta de gobierno. Había razones poderosas para que la descartaran.
Voy a ilustrar ese desencuentro entre la mili­cia y los doctores en los años iniciales de la Revolución con una anécdota, conocida por to­dos, pero entendida al revés por casi todos.
El brindis famoso
Noche del 5 de diciembre de 1810. En el cuartel de las Temporalidades —Perú entre Alsina y Moreno, donde hoy está la Facultad de Ciencias Exactas—, el regimiento de Patricios ofrece un sarao por la victoria de Suipacha. En el sitio de honor está el jefe del cuerpo, a su vez presidente de la Junta de Gobierno. En un mo­mento, el capitán retirado de húsares Atanasio Duarte, veterano de cuarenta años de guerras, ofrece un postre a doña Saturnina Otárola, esposa del presidente, en el cual la fantasía del repostero había dibujado un cetro y una corona: “La América espera que VV. EE. empuñen el cetro y ciñan la corona”. No dicen las crónicas qué ocurrió a continuación, pero supongo un aplauso de los concurrentes y un asentimiento halagado de Saavedra. Este dice en sus Memo­rias que no dio importancia a esa bobada, pero la trascendencia del brindis debió ser mucha porque alguien corrió a informarle al secretario de Gobierno y Guerra —el doctor Mariano Mo­reno—, que de inmediato tomó medidas contra Duarte, contra Saavedra y contras las señoras que recibían agasajos por la posición política de maridos.
La condena de Duarte fue tremenda. El go­bierno entendió que debía perecer en el cadalso por esas palabras, pero como debió pronunciar­las mareado por el carlón le perdonó la vida, conmutándole la pena por destierro perpetuo de la ciudad, porque un habitante de Buenos Aires, ni ebrio ni dormido, debe tener impresiones con­tra la libertad de su país. El veterano se aguantó el castigo en silencio y, que se sepa, nunca pudo volver a su querido Buenos Aires: transcurrió sus últimos años en el exilio, donde algún histo­riador ha rastreado sus continuas reyertas con los gallegos dependientes de tabernas, sus acé­rrimos enemigos por españoles y tal vez por no fiarle las copas.
¿Cuál fue el crimen del capitán retirado Duar­te, que a juicio de un hombre de leyes como Mariano Moreno mereciera la pena del cadalso? Se repite en los textos escolares (que también sirven para aprender historia en las academias) que era proclamar la monarquía, pero la conje­tura debe rechazarse: ni aun para un revolu­cionario de la índole de Moreno un delito de opinión pudo reprimirse con la muerte en un cadalso. Pero, además, Duarte no había postu­lado un cambio de la forma de gobierno exis­tente: en diciembre de 1810 se vivía bajo el régimen monárquico, el retrato de Fernando VII debió encontrarse, como era de rigor, colgado en lugar visible durante el sarao, y el mismo decreto que castigaba al capitán era un decreto monárquico encabezado con la fórmula corrien­te: La Junta Soberana a nombre del Señor Don Fernando VII.
Al veterano no se lo penaba, pues, por pro­clamar la monarquía en un medio republicano. Sin embargo, había cometido un delito graví­simo y nadie, ni siquiera Saavedra, se atrevió a defenderlo. Un delito castigado en la legisla­ción española, precisamente, con los términos usados por Moreno en su decreto: perecer en un cadalso. El secretario de Guerra no quiso disi­mular el hecho ni omitir el castigo, seguramente porque el brindis encontró eco entre los asisten­tes de las Temporalidades y era conveniente un escarmiento ejemplar para que no se repitieran cosas semejantes. El delito de Duarte era de lesa majestad contra los derechos de Fernando VII, a quien quitaba el cetro y la corona ofer­tándolos a Saavedra. Sus palabras imprudentes revelaban impresiones contra la libertad de su país porque el país entero (en 1810 el país era aún España) sostenía y luchaba por los dere­chos del rey Fernando. El crimen de Duarte, esa noche del 5 de diciembre, había sido pro­clamar en voz alta la independencia de América.
El veto británico
El capitán, eufórico por el vino de las Tempo­ralidades, había dicho algo que estaba en el sentimiento de todos, del secretario de Guerra y Gobierno inclusive; pero no podía expresarse en voz alta sin perjuicio del gobierno.
Porque la independencia había sido vetada por lord Strangford, embajador formal de Inglaterra en la corte de Río de Janeiro y encar­gado de mantener contacto con los revolucionarios americanos. Strangford había sido termi­nante en sus notas: el 16 de junio, acusando re­cibo de la instalación de la Junta el 25 de mayo, felicitaba a sus integrantes por los sentimientos de lealtad y amor a su Soberano que manifies­tan, asegurándoles que contarían con el apoyo posible… siempre que la conducta de esa Ca­pital sea consecuente y se conserve a nombre del Sr. Dn. Fernando VII y de sus legítimos su­cesores; el 28 de setiembre el embajador infor­maba a lord Wellesley, canciller británico: se ha conseguido sugerir a aquella Junta (la de Buenos Aires) una clara idea de la marcha que deben seguir con respecto a Inglaterra, que con­sistía en dar más facilidades al comercio en el puerto y no hacer una prematura declaración de independencia.
¿Por qué ese veto británico a la declaración de la independencia? La correspondencia de Strangford con Wellesley, y más tarde con su sucesor en el Foreign Office, lord Castlereagh, es suficientemente explícita. Inglaterra buscaba, por el momento, la libre introducción de sus mercaderías manufacturadas en los puertos de Hispanoamérica, tráfico vital para sus productos hechos a máquina por el bloqueo continen­tal de Napoleón no dejaba entrar en el conti­nente europeo. Había conseguido de la Junta de Sevilla, en enero de 1809, los adicionales al tratado Apodaca-Canning (de alianza anglo- española contra Napoleón, donde España, a cambio del ejército de Wellington y la escuadra que protegía a Cádiz, abría América a la introducción de maquinofacturas inglesas. Aunque ese libre comercio significase la muerte de la in­dustria artesanal criolla, que no podría compe­tir contra los hilados, tejidos y zapatos a má­quina de Manchester o Birmingham. En una palabra: España entregó en 1809 la dependencia económica de América a cambio de la inde­pendencia política de la metrópoli.
Para cumplir lo dispuesto llegó en julio de 1809 a Buenos Aires el virrey Cisneros, y abrió el puerto de Buenos Aires a los productos ingle­ses el 6 de noviembre. Pero Cisneros no quiso dar una franca entrada a los ingleses (como lo había pedido Mariano Moreno, abogado de los comerciantes británicos, en su conocida Re­presentación) y se limitó a entornar simplemen­te la puerta del monopolio. Hasta se atrevió a expulsar en diciembre a los ingleses entrados sin permiso y que, aprovechando la situación, manejaban bajo cuerda la plaza mercantil: les dio plazo hasta mayo de 1810 para irse con to­das sus pertenencias. Pero en mayo de 1810 quien debió irse fue Cisneros, y los ingleses se quedaron para siempre.
La Junta de Mayo, donde habían conseguido introducirse algunos buenos amigos de los ingleses, abrió con más amplitud el puerto a las mercaderías británicas. A eso debería limitarse la Revolución para lord Strangford: libre co­mercio en lo económico acompañado de un estatuto constitucional que diese garantías y derechos a los comerciantes extranjeros.
Todo bajo la soberanía de Fernando VII. Na­da de guerra por la independencia, que enfren­taría a criollos y españoles. Los españoles esta­ban cumpliendo admirablemente, en 1810, su misión de combatir a los franceses (enemigos de Inglaterra) y no podían ser distraídos. In­glaterra combatiría a Napoleón hasta el último español, porque el ejército de Wellington no salía de su inexpugnable acantonamiento de Torres Yedras. El peso de la lucha estaba en el Empecinado y en los esforzados combatientes que mantenían al Rey Deseado.
De allí que Strangford, al tiempo de aplaudir la sustitución en Buenos Aires del difícil Cisneros por la complaciente Junta, formulaba el plan de la Revolución: nada de expediciones milita­res más allá del virreinato, nada de molestar a los españoles en la Banda Oriental; los insurrec­tos debían limitarse a elegir diputados a las cor­tes a reunirse en Cádiz, donde se establecerían definitivamente, bajo inspección británica, el régimen político de América y las garantías que permitieran ampliar el comercio. Sólo se les permitiría a los insurrectos dictar más normas de libre comercio para su beneficio. Esa fue la mediación que Strangford entregó al delegado de la Junta, Manuel de Sarratea, el 20 de abril de 1811.
La chusma de medio pelo
Cuando Strangford daba la mediación en Río de Janeiro, las cosas habían cambiado fundamentalmente en Buenos Aires. Moreno, des­prestigiado, como lo dice en su renuncia, por el decreto de castigo a Duarte y supresión de ho­nores a Saavedra, se había embarcado para Inglaterra en enero de 1811 y moría en alta mar dos meses después. Y la noche del 5 y 6 de abril una marcha de los orilleros sobre el centro de Buenos Aires, con inmediato apoyo de los regimientos de Patricios y Húsares (que anularon al morenista cuerpo de la Estrella), había cambia­do fundamentalmente el gobierno. Por primera vez —debe reconocerse— la Revolución tomó un tono nacional. Las especulaciones roussonianas de los doctores fueron dejadas de lado y se ha­bló un lenguaje independiente.
Joaquín Campana (la figura sin gloria del po­pulacho de las quintas lo llaman los historiadores clásicos) debió contestar como secretario de la Junta la mediación de Strangford. Lo hizo el 18 de mayo en un documento admirable, cu­yo conocimiento ha sido escamoteado en la his­toria oficial. Estas provincias —dice su digna y altiva respuesta— exigen manejarse por sí mis­mas y sin riesgo de aventurar sus caudales a la rapacidad de manos infieles… Para que el go­bierno inglés pudiese hacer los efectos de un mediador imparcial es preciso que reconociese la independencia recíproca de América y de la Península, pues ni la Península tiene el derecho al gobierno de América ni América al de la Península.
Este documento (el primero donde oficial­mente se habla de independencia) produjo la comprensible indignación de lord Strangford. Mandó inmediatamente a Sarratea a Buenos Aires; se anudaron diversos hilos; se habló de la chusma de medio pelo (porque los orilleros usa­ban trencilla) que había usurpado el gobierno; se consiguió que Saavedra saliese de Buenos Aires, acuartelándose en seguida al regimiento de Patricios con pretexto de un desembarco es­pañol; se cambiaron con agilidad los destinos de los cuerpos; finalmente ocurrió la Revolución de Setiembre: los jóvenes de la morenista So­ciedad Patriótica aprovecharon la ausencia de los Patricios y la lejanía de los orilleros para provocar tumultos en la plaza de la Victoria. Hubo peticiones, algaradas, discursos de las se­ñoras decentes en la plaza —como cuenta el Dia­rio de J. J. Echavarría— contra la chusma que quería seguir la guerra y exponerlas a bombar­deos de los buques españoles. Finalmente, la noche del 17, Campana fue secuestrado y apri­sionado en el fortín de Areco, y después de algunos forcejeos los doctores (y algunos mili­tares) impusieron el Primer Triunvirato for­mado por tres porteños, entre ellos Sarratea. Que, con las debidas precauciones para evitar estallidos populares, se puso a la obra señalada por Strangford.
Campana, como el viejo Duarte, no pudo volver más a Buenos Aires. Vivió en Areco, y después en Chascomús, hasta 1820, pues tenía prohibida la entrada a la ciudad; después con­siguió irse a Montevideo.
La desobediencia de Belgrano
La mediación de Strangford no pudo cum­plirse, pero por motivos ajenos a los gobernantes de Buenos Aires. El 5 de julio de 1811 el Con­greso General de Caracas eludía la vigilancia británica y declaraba solemnemente la indepen­dencia de los Estados Unidos de Venezuela. La repercusión fue inmensa en toda la América española.
En Buenos Aires los jóvenes de la Sociedad Patriótica se entusiasmaron, en un vuelco muy juvenil, con el gesto de los venezolanos. No ha­bía peligro de irrupciones orilleras porque los despiadados prebostes del Triunvirato impusie­ron el terror en los barrios y pagos suburbanos; por lo tanto, podían entregarse a recitados acon­sejando al gobierno imitase el gesto de los cara­queños.
El Triunvirato, cuya figura de gravitación era Bernardino Rivadavia, no podía declarar la independencia porque Strangford, desde Río de Janeiro, había vuelto a vetarla. El 13 de julio, Castlereagh ordenaba a Strangford hiciese saber a Buenos Aires que sólo mediante el reconocimiento de su legítimo soberano Fernando VII u contribuyendo bajo los auspicios de su nom­bre a los esfuerzos que se están haciendo en Europa para conservar la integridad de la mo­narquía española tendrían el apoyo de Gran Bretaña, y una independencia nominal obliga­ría a dejarlos expuestos a un atropello de Arti­gas (ya se había producido el Éxodo Oriental) o a una resurrección de las orillas tras otro caudillo.
Para contener el entusiasmo juvenil y los de­seos del ejército a favor de la independencia —expresados por Belgrano, jefe de las baterías de Rosario—, el Triunvirato estableció la escarapela el 18 de febrero como distintivo nacional. Belgrano tomó en serio lo de nacional, y el 27 de febrero izó en una batería de Rosario —que llamó Independencia— una gran escarapela a modo de bandera distintiva de una nación. Co­mo ignoraba los pormenores de la política ex­tranjera del gobierno, quería ingenuamente —como dice— excitar a otras declaraciones del gobierno que confirmen nuestra resolución de sostener la independencia de América.
El Triunvirato disolvió la Sociedad Patriótica acabando con los imprudentes recitados; y ordenó a Belgrano bajase la bandera levantada por un rapto de entusiasmo, sustituyéndola por la roja y gualda. Belgrano no se enteró de esta orden, porque había ido a ponerse al frente del diezmado ejército del Perú que debería retro­gradar hasta Córdoba, y tal vez más allá. Como creía seriamente que el Triunvirato se proponía declarar la independencia, levantó en Jujuy la bandera celeste y blanca al festejar el 25 mayo de 1812 y la hizo jurar con solemnidad. Alegre informó al Triunvirato las aclamaciones del pueblo ante la señal que ya nos distingue de las demás naciones. Pero el Triunvirato, por pluma de Rivadavia, le ordenó la reparación de tamaño desorden; Belgrano, dolido, expresó que la bandera de Jujuy, como la de Rosario, las había izado para exigir de V.E. la declaración respectiva … que estas Provincias se cuenten como una de las naciones del globo; pero como no era el propósito del gobierno la desharé (la bandera) para que no haya ni memoria de ella… si acaso me preguntan, diré que se reser­va para el día de una gran victoria … y como ésta está muy lejos, todos la habrán olvidado.
Quiso cumplir con el gobierno y ordenó la retirada del ejército al sur. No pudo hacerlo mucho tiempo: no consiguió resistirse a los tucumanos que le pidieron defendiera su ciudad, y el 24 de setiembre salvó a la Patria en la batalla de Tucumán.
La salvó no solamente porque el ejército español fue derrotado, sino —y principalmente— porque al llegar la noticia a Buenos Aires el pueblo se lanzó a la calle clamando contra el Triunvirato. Entonces los granaderos montados de San Martín, los artilleros de Pinto y los arri­beños de Ocampo hicieron saber al gobierno que había cesado, y se convocaría una asamblea para votar la figura con que deben aparecer las Provincias Unidas en el gran teatro de las na­ciones. Ese fue el propósito de la revolución del 8 de octubre de 1812 y de la asamblea con­vocada para enero del 13.
No se declara la independencia
La revolución del 8 de octubre alarmó a Strangford. Paso, presidente del Triunvirato, le había hecho saber el 13 de noviembre que la independencia de estas Provincias no será no­minal. El lord hizo seguir la nota a Castlereagh, indicio —le dice— de una confesada determina­ción de declararse independientes de su víncu­lo europeo… especie de desesperación que se ha apoderado de quienes tienen la autoridad suprema… ahora están ocupados en discutir si conviene o no declarar la independencia antes o después de la Asamblea General.
Strangford tenía muchos recursos en sus ma­nos, que conducía hábilmente su agente, el capitán Heywood. Uno de esos recursos era la logia Lautaro. Aunque la logia había hecho la revolución del 8 de octubre para declarar la independencia, las fuerzas tenebrosas que la manejaban podían hacerla variar.
Así ocurrió. Ni la Asamblea General fue un cuerpo nacional, ni declaró la independencia. Paliativos para contentar el anhelo del pueblo dio muchos: el himno, festejos el 25 de Mayo. Pero el escudo no era nacional, sino el sello de la Asamblea, el himno una canción, el 25 de Mayo un día cívico. Todo, menos la declaración lisa y llana: Independencia de Fer­nando VII, sus sucesores y metrópoli.
A Paso lo sacaron del gobierno por sus imprudentes palabras. San Martín, líder del independentismo dentro de la logia, se encontró en minoría y acabó por renunciar a la política y consagrarse a su carrera militar; Belgrano, otro independentista, fue mandado a Europa en una oscura misión a posternarse a las plantas del Sr. Dn. Fernando VII; y Artigas vio rechazados los diputados de la Banda Oriental que llevaban como primera instrucción la independencia absoluta del Río de la Plata.
Sucedieron cosas feas. En enero de 1815, Ma­nuel José García era mandado a Río de Janeiro a implorar a Strangford el coloniaje británico (el coloniaje, y no como dice benévolamente Mitre, el protectorado), porque los doctores de la Asamblea se encontraban impotentes ante el pueblo levantado tras sus caudillos, Artigas, Güemes, que reclamaba la independencia.
Soplar y hacer botellas
Strangford desdeñó el coloniaje, que no en­traba en los propósitos inmediatos de Inglate­rra. En abril de 1815 cayó la Asamblea y por primera vez fue alzada en el Fuerte la bandera celeste y blanca. Sin embargo, no se habló de independencia entre los doctores que formaron la Junta de Observación y reglamentaron las funciones de gobierno; tampoco se invitó al Congreso de Tucumán para una declaración independentista.
Esta surgió, como es sabido, por voluntad del ejército y del pueblo ejercida por tres personas: San Martín, Belgrano y Güemes. Contra unos doctores llenos de temores, para quienes declarar la independencia no era soplar y hacer bo­tellas. Ya que arrancada la declaración del 9 de Julio anduvieron en malos pasos buscando un protectorado extranjero. Pero eso es otra histo­ria. Como también es otra la historia de la so­beranía, porque no bastaba con una apariencia para que existiese la libertad. Era necesario hacerse respetar y tratar de igual a igual por todos los poderes de la tierra. Eso vendría des­pués, pese a muchos doctores y algunos mili­tares que se hacían un lío con cosas sencillas para el pueblo y la generalidad de la milicia.