Manuel Gálvez - La futura presidencia y nuestros problemas esenciales


Por Manuel Gálvez
para La Nación
Buenos Aires, agosto de 1937

En un país como el nuestro, en donde hay tantas cosas por hacer – en parte porque no hemos tenido tiempo para hacerlas –, son numerosos los problemas importantes que pueden presentarse a la consideración de un hombre de gobierno. En finanzas y en educación, en agricultura y en vialidad, en ganadería, en todas las ramas de la administración, existen problemas que están esperando soluciones. Pero estos problemas, por importantes que parezcan, no son esenciales a la vida misma del país.

En los días que corren tres problemas fundamentales se señalan a los futuros gobernantes. Estos problemas no son desconocidos de nadie. Todo el mundo habla de ellos. Todo el mundo – me refiero a los espíritus patriotas y conscientes – vive, desde hace pocos años, en la constante preocupación de esos graves problemas. Sin embargo, no he leído hasta hoy, en los discursos de los candidatos presidenciales, ni en los de sus partidarios, declaraciones claras y concretas sobre tan trascendentales asuntos. Tal vez a los candidatos – por misterios de la política, que nosotros, los que no somos políticos, no podemos comprender –, no les convenga definirse demasiado. Tal vez un candidato presidencial deba contentar a todos. Es posible. Pero puedo asegurar que el país desea saber cómo opinan los candidatos sobre esos tres problemas que a él tanto le preocupan.

El primero es el de la cuestión social. Acaso se hay hablado de “mejorar” las situaciones de las clases trabajadoras, o de elevar para todos el nivel de la vida. Acaso de haya hablado también de justicia social; pero se ha hablado en términos vagos o se han hecho promesas insuficientes. Creo que hemos llegado a un momento en que es preciso decir las cosas con claridad. Ya no es posible, a esta altura de la vida del mundo, prometer “mejoras”. Es necesario hacer justicia, y justicia amplia, valiente. No basta con que el obrero gane lo suficiente para vivir. Tampoco basta con que obtenga cierto pequeño “confort” y que pueda defenderse en caso de enfermedades, de vez o de paro. Es necesario que el trabajador disponga, cada día, de alguna hora para sus distracciones, o para sus deportes, o para su cultura. Debe existir algo parecido al Dopolavoro italiano. Deben existir clubs para obreros, como existen en otros países, especialmente en Rusia; vacaciones pagadas, como en Italia o en Alemania; viajes por el país, poco menos que gratuitos, como en Italia; asistencia, mediante ínfimos precios, a los espectáculos teatrales. Pero todo esto, que tal vez parezca excesivo a los que ignoran cuánto se ha realizado en Europa a favor de los trabajadores, todavía es poco. Los gobiernos, si no quieren provocar situaciones dolorosas, deben tratar de ir disminuyendo poco a poco las actuales diferencias entre las clases. Esto no es nada imposible y está dentro de las tendencias generales que sigue hoy la humanidad. Lo malo en este asunto de la diferencias de clases no reside en la desigual sensibilidad, o en la diversidad de los modales o en la distinta afición a la higiene. Lo malo reside en que la clase elevada, mediante el enorme poder económico que posee, oprima a la clase elevada, mediante el enorme poder económico que posee, oprima a la clase inferior. Para disminuir las diferencias entre las clases, basta con reducir – por medio de impuestos progresivos a las herencias, de leyes contra el lujo y el latifundio, y de otros procedimientos semejantes – el poder económico de la clase superior. Aparte de Rusia, en donde las clases han sido suprimidas – aunque esté naciendo una nueva clase burguesa, pero sin capacidad de explotar directamente a las otras clases –, eso se está haciendo en Italia y aun en Alemania. Lo que ha ocurrido en España tiene que aleccionarnos. Es preciso que paguen los ricos lo que ahora pagan los pobres. Parece necesario que los ricos se resignen a ir empobreciéndose poco a poco. Creo indudable que hoy todo el mundo, más o menos, desea que se realice cuanto antes esta obra de justicia social. Ya no hay casi conservadores. El que hoy se considera conservador hubiera sido, hace treinta años, un peligroso revolucionario. Y estas mismas palabras “injusticia social” que hoy emplean los conservadores, los católicos y los fascistas, no podían escribirse o pronunciarse hace diez y ocho o veinte años sin que uno pasara por ser un terrible dinamitero.

El segundo problema es el de la independencia económica del país. Es indudable que este asunto preocupa hoy por hoy a todos los argentinos, con preocupación muy honda. No hace más de siete u ocho años que ha surgido esta inquietud. Todos la hemos visto nacer, todos la hemos visto propagarse por las diversas esferas sociales. Nadie que tenga alguna curiosidad por los sentimientos y preocupaciones colectivos puede negar que, actualmente, existe en el país entero la convicción de que somos poco menos que una factoría. Se han publicado cifras asustadoras sobre la cantidad de millones que anualmente se van del país sólo en concepto de intereses. Hay varios grupos políticos que hacen de esta lucha contra el capitalismo extranjero el punto principal de sus programas. Si el capitalismo es malo en todas partes, ¿qué no será entre nosotros, puesto que viene de fuera? Claro es que la solución de este magno problema es harto difícil. Nadie lo ignora. Comprendemos que no puede ser obra de una sola presidencia ni aun de dos. Pero es tiempo ya de ir plantando algunos jalones para las luchas futuras. El país quiere saber si los candidatos presidenciales están dispuestos a hacer algo – algo decisivo – para empezar a librarnos de una especie de servidumbre que ya nos pesa excesivamente.

El tercer problema es el del orden. Es indudable que si se realiza una buena obra social se habrá adelantado algo en el sentido del orden. Pero este problema no es solamente social: es también moral. Y aunque no se trate precisamente del orden que impone el vigilante, bien puede decirse que, en la práctica, es un problema de policía. No sería nada difícil que, mediada la próxima presidencia, asistiéramos a graves agitaciones. El comunismo, con su tácito anuncio de violencias, está en el ambiente. La guerra española ha desviado hacia el izquierdismo comunizante a millares de hombres que antes no aspiraban a este extremo. Los que queremos orden – orden y justicia – deseamos saber la opinión de los candidatos sobre esta gravísima cuestión. Orden y justicia: es preciso repetirlo. Las dos cosas deben marchar juntas. Debe realizarse una trascendental obra social, de justicia social auténtica, profunda, pero dentro del orden: vale decir respetando y fortaleciendo las instituciones esenciales – la familia, la religión, la propiedad – así como las tradiciones históricas y sociales.

Los afiliados a los partidos constituyen una insignificante minoría dentro del país. La gran masa de opinión está formada por los que no pertenecen a ningún partido, por aquellos cuyo lema es: votar por el mejor candidato o no votar por ninguno. Está bien que el hombre de partido vote por su jefe o por un hombre distinguido de su agrupación, sin averiguar sus opiniones. Pero el que carece de compromisos políticos desea saber a qué atenerse antes de votar. El país necesita saber si los candidatos creen, como él, que esos tres problemas son los más trascendentales y los más urgentes en estos momentos: y qué solución le darían a cada uno de ellos. La presidencia que termina ha tenido otros problemas, algunos de los cuales, como el de la crisis económica, fue resuelto magníficamente. La presidencia que termina ha tenido otros problemas, alguno de los cuales, como el de la crisis económica, fue resuelto magníficamente. La presidencia próxima conocerá horas tormentosas. Los tres problemas de que he hablado sobre todo el primero y el tercero, que son muy agudos, pueden traer consecuencias de catástrofe. Millares de argentinos creen que va a ser necesaria en el gobierno una mano decidida y fuerte: la mano de un hombre que, a la vez, sienta la urgencia impostergable de la justicia social y que se proponga defender el orden moral y las jerarquías espirituales.