Ernesto Guevara Lynch. Che papá

Por Andrew Graham-Yooll
para Pagina 12 Supl. Radar
Publicado el 29 de octubre de 2017

Se vieron por primera vez en Buenos Aires en 1972. La segunda vez en La Habana en 1987. El autor de esta nota, Andrew Graham-Yooll, entrevistó a Ernesto Guevara Lynch en esas dos oportunidades y hasta ahora ambas entrevistas –respuestas a un cuestionario fijo y una conversación de madrugada pocos meses antes de la muerte de Ernesto padre– permanecieron inéditas. El padre del Che, un gran personaje en sí mismo, cuenta por qué no creía ni quería que su hijo fuese considerado un mito inalcanzable sino un símbolo y un abanderado de la lucha antiimperialista. Pero también recuerda que fue compañero de banco de Borges en la escuela y que le pegó un cachetazo, motivo por el cual lo expulsaron. A cincuenta años de la muerte del Che y a treinta de la de su padre, Radar reconstruye una historia en la que el mito y la realidad no pueden sino fundirse, y donde no faltan alcohol, humor, revolución y hasta supuestos espías británicos y cubanos.

Mi último recuerdo de Ernesto padre es el de un hombre simple, suburbano, amable. La escena de esa memoria data de principios de 1987, a pocos meses de su muerte. Tratábamos de instalarnos en el vehículo del “MinRex” (ministerio de relaciones exteriores de Cuba): el chofer observaba, contento de ver que su pasajero era el padre del Che. Con Ernesto venía su mujer, Ana María, y los dos pequeños hijos de ese segundo matrimonio. Estaba mi mujer Micaela, y yo. ¿Cómo entramos los siete? No sé, es un atasco en la memoria, uno de esos pantallazos, que duran un segundo. Permanecían en la mente las reuniones en Buenos Aires, sus desplantes, sus arranques, sus añoranzas, sus miedos (“¡No tengo ningún miedo!”).Cada oración, aunque no tuviera relación con el momento, de alguna forma traía a cuento el recuerdo de su hijo, la memoria de Ernesto “Che” Guevara, para él y el mundo un guerrero, pero también el hijo mayor de Ernesto viejo. 

Las mujeres se fueron a la playa con los niños. Con Ernesto íbamos a charlar largo acerca de esos recuerdos y luego me iría al Habana Libre, el ex Hilton de Fulgencio Batista. Ahí recibía Fidel Castro al presidente de Austria o algo así. Todos podríamos saludar a Fidel Castro esa tarde.

Me encontraba en La Habana para convencer a Ernesto Guevara que me permitiera hacer traducir partes de Mi hijo el Che, una especie de biografía y a la vez réplica a la crónica de viaje de Ricardo Rojo, Mi amigo el Che, que publicó Jorge Álvarez. El precio acordado era de tres mil libras esterlinas y yo encargaba la traducción en Londres. Aclaro que la amistad, este encuentro, tenía su contacto real con Celia, hermana mayor del Che, madrina de mi hija mayor. Mi mujer estableció una linda relación con la familia.  

En Londres, al solicitar una visa para viajar a Cuba el encargado me informó que sabía que yo era parte de la inteligencia británica, el MI6, dado que dirigía una revista que publicaba escritores censurados. Era el mismo funcionario que cada mes me solicitaba apoyo de redacción en la confección de su informe general a La Habana.  Luego… miembros de la inteligencia londinense me informaron que les resultaba cuestionable que me llevara tan bien con el secretario de embajada que representaba al espionaje cubano. Llegaron a pinchar el teléfono de la revista. Para superar mi indignación alguien me envió a una muchacha joven con un nombre que sólo podía ser seudónimo y que ni ella recordaba muy bien. Me invitó a almorzar. Venía del MI6, oficina de inteligencia externa, era parte de su entrenamiento en servicio exterior. No me convidaba oficialmente, aclaró en el restaurante del Grosvenor Hotel, en la estación Victoria. El encuentro era una cortesía para asegurarme que no me molestarían más. “Ya que estamos”, me dijo, “como usted es un hombre mayor (tenía 43 años) quizás me pueda asesorar”. Quería saber cómo frenar los avances de una de sus compañeras de coro que estaba tratando de seducir a su novio. Le sugerí que encarara al muchacho. Dijo que eso no le agradaba y que no era muy diestra, por eso me solicitaba ayuda. Ah, vida cruel. Sugerí que le mandara flores y una bella carta al novio en fuga.

Viajé a Cuba en 1987, para conversar con Ernesto Guevara. Micaela, mi mujer, informaba a quien escuchara que me decían que yo era un espía inglés, “Qué horror que piensen eso ¿no?” Lo decía para espantar fantasmas.  Unos años después, traté de relatar esto en un artículo para una antología de británicos venidos del exterior residentes en Londres. Al aparecer el libro, mi artículo no estaba con las crónicas pero se hallaba bajo “Ficción”.  Reclamé diciendo que la pieza era un testimonio auténtico de mi vida. La simpática editora me respondió que había puesto mi texto en Ficción porque “Esas cosas no ocurren en Inglaterra. Puede ser que sucedan en South America, pero acá, no.” (So Very English/Tan inglés, Serpent’s Tail, Londres 1991.)

Ernesto Rafael Guevara Lynch (1900-1987) vivía en Miramar, suburbio de La Habana. Ocupaba un gran chalet que quizás había pertenecido a alguno que emigró a Miami. Nos instalamos en un patio generoso a la sombra de un inmenso árbol de mango. En el patio dormían dos perros. Cada tanto caía un mango al piso y estallaba con fuerza, despertando el grito de uno de los perros. Pero el animal volvía a dormir al mismo lugar. Charlamos, mucho, desconectado, desbordado. Guevara revisaba toda su vida, desde la adolescencia en el Colegio Manuel Belgrano de Santa Fé y Anchorena compartiendo el banco con Jorge Luis Borges, hasta la juventud médica de su hijo en Venezuela, Guatemala y Sierra Maestra. No se repetía en sus anécdotas, pero enfatizaba la importancia del Che en todo lo que había ocurrido en su vida.  No se si era amor, pero abundaba en admiración: el orgullo paterno.

Esa fue mi segunda entrevista con Ernesto viejo, desordenada, a veces incomprensible, graciosa. El hombre era vivaz, grosero en sus epítetos para clasificar personas y pasados. Porteño a pesar de sus andanzas. Divertía, era divertido. 

La primera entrevista había sido en Buenos Aires en el invierno de 1972, encerrados en uno de esos departamentos porteños de contrafrente, dos ambientes, oscuros, feos. Sentados aquella vez sobre la cama que Ernesto viejo ya compartía con Ana María, él quería responder por escrito a una docena de preguntas escritas. Las respuestas salieron más duras que decreto municipal. “Esto lo tenemos que hacer bien, en serio,” decía. Cada respuesta era una especie de elevación de su hijo. Su hijo murió a los 39. Ernesto viejo llegó a los 87. Son datos que pesan en cualquier padre. No publiqué ninguna de las dos entrevistas.

Ernesto viejo había querido hacer muchas cosas en su vida. Según él, apenas logró terminar la secundaria, cursó arquitectura pero no terminó, estudió algo de ingeniería, luego trató de entender temas de petróleo. Desde los comienzos del Che en Rosario, pasando por la plantación de yerba mate en Misiones, la residencia en Córdoba, Ernesto viejo encaró muchos proyectos y fracasó en casi todos. Sus historias personales no eran lineales, siempre tenían variantes en las personalidades y en las acciones. Quiero pensar que por eso insistía en que “tengo que hacerla bien”, la entrevista. Matizaba las memorias de su hijo histórico, revolucionario, tema constante en su monólogo, con sus historias personales. 

Uno de estos pasajes era de cuando fue a hacerse un traje a medida en una sastrería del centro de Buenos Aires luego del triunfo de la Revolución Cubana.  Le dijo al sastre que tenía que quedar bien justo, elegante, cajetilla, pero lo suficientemente suelto como para que no lo trabe la ropa si se metía en una pelea. Tenía que poder defenderse y a su hijo en una emergencia. Ilustraba esta posibilidad tirando puñetazos al aire hasta el alcance del brazo, demasiado cerca de la cara del sastre.  Cada vez que tiraba una trompada escuchaba como se rajaba el cosido de un sobaco o del cosido de la espalda.  Guevara daba así clara indicación que su ropa necesitaba triple cosido para resistir semejantes piruetas.  Cuando ya no podía reclamar más ni la casa estaba dispuesta a contemplar mayores cambios o reparaciones, Guevara se retiró del comercio donde se había atendido durante años vestido en ropa de cajetilla, poco, podía asociarse más con una serie de bolsas Príncipe de Gales.

A un anglo parlante como yo, Guevara padre le gustaba contar la historia de una abuela que había sido llevada de niña a California en una aventura de búsqueda de oro. Era la parte Lynch de la familia Guevara, una dosis exótica irlandesa en la familia. Los detalles no abundaban, si bien los pedí varias veces por interés personal, pero solo se sabía que la abuela Lynch había sido residente californiana durante la “fiebre del oro”, entre 1848 y 1855. La fiebre se enfrió. La posibilidad de enriquecerse se hacía más difícil a medida que aumentaba el número de buscadores del metal. El fracaso de la aventura había hecho volver esa parte de la familia a la Argentina.


Su catálogo de bravos antepasados, hombres y mujeres, servía a Guevara viejo para ilustrar en forma generosa la vida azarosa que había elegido su hijo: herencia de familia. Insistió una y otra vez que su hijo no era un mito, era un hijo. Él era el padre orgulloso.

Una entrevista de 1972: los textos escritos por Ernesto Guevara padre en respuesta a un cuestionario.

Sobre el mito del Che Guevara

No puedo hablar del mito, porque no existe tal mito. Esa palabra, que en sentido estricto significa “relato de tiempos fabulosos basado en hechos reales”, hoy se vulgarizó y usa comúnmente como sinónimo de “fantasía” o de “leyenda”. Su nombre (el del Che), es un símbolo por el cual se lucha no como lucha pasada sino presente. Esta lucha no ha terminado sino que recién empieza a desarrollarse.

Hoy su nombre simboliza la liberación de las clases oprimidas del yugo de las clases dominantes. Clases dominantes que han tomado la forma de imperialismo internacional, de colonialismo, de gobiernos policíaco-militares al servicio de los intereses extranjeros, con sus consecuentes aparatos de represión.

Para estas clases dominantes viene bien identificar al Che Guevara con un “mito”. Pero el Che sigue siendo el abanderado de una lucha sin cuartel en plena vigencia.

La difusión de su nombre no siempre ha obedecido a propósitos idealistas, muchas veces ha tenido una finalidad comercial, pero el hecho indiscutible es que cada día se difunde más su nombre y mientras más se lo conozca habrá mayor interés en averiguar el origen de su lucha, vale decir su ideología.

De este modo distintos fines coinciden en el mismo resultado: el interés mundial por conocer su persona y sus ideas.

Sobre las ideas políticas del Che 

Vi la actividad revolucionaria de Ernesto como consecuencia directa de su formación política. Combatió contra la invasión de la CIA a Guatemala defendiendo el gobierno de Jacobo Arbenz, invasión dirigida por el coronel guatemalteco Castillo Armas -uno de los tantos militares vendidos, pelele, al servicio del imperialismo yanqui. No otra actitud podría haber tomado el Che dado su convencimiento de que la única manera de frenar al colonialismo norteamericano era combatirlo en cualquier parte donde se presentase.

Cuando Ernesto conoció en Méjico al Dr. Fidel Castro no sabíamos exactamente cuál era la posición política de aquel. Nosotros desconocíamos su trayectoria, por ignorancia nuestra, pero cuando nos enteramos del contenido de la revolución cubana puse a la disposición de sus representantes residentes en Buenos Aires mi estudio, donde funcionó uno de los primeros Comités del 26 de Julio en América Latina.

En cuanto a la actuación de Ernesto en la invasión a Cuba dirigida por el Dr. Fidel Castro, caben los mismos motivos que lo impulsaron a tomar las armas a favor de Arbenz. Pero esta vez con un conocimiento más profundo de la revolución en marcha y un entrenamiento revolucionario más adecuado. Evidentemente esta era otra etapa de maduración política.

No fue ningún error llevar a Cuba hacia un proceso de industrialización. Creo, por el contrario, que fue un gran acierto. Ese país, que en material industrial estaba prácticamente en cero, tenía como único abastecedor a Estados Unidos. El bloqueo imperialista impuesto a Cuba por esa nación y por las domesticadas naciones americanas obliga a Cuba a elegir uno de los dos caminos: o comprar artículos industriales en Europa, gastando divisas imprescindibles para un país en plena lucha por su desarrollo, o crear una industria propia.

La industrialización iniciada por el Che Guevara ha dado muy buenos frutos y su curva ascendente hace pensar que en muy pocos años llegará al autoabastecimiento.

Sobre la guerrilla en Bolivia.

Ernesto salió de su país (Cuba) con la decisión inquebrantable de luchar por la liberación económica y social de Latinoamérica del yugo imperialista yanqui. En el transcurso de su actuación como ministro en Cuba, su decisión se proyecta hacia la liberación mundial de las clases oprimidas. Cumplida la etapa de consolidación de la revolución cubana, su misión era combatir fuera de la Isla.
Celia de la Serna con su esposo Ernesto y cuatro de sus hijos, 1936. El Che Guevara a la izquierda. 

Nadie le ordenó ni lo incitó en tal epopeya, pero desde el Dr. Fidel Castro hasta cualquier revolucionario cubano, todos estuvieron de acuerdo con su proyecto, que fue el resultado de un profundo análisis de la situación económica y social del mundo. Tal análisis evidenciaba que en Bolivia se estaban dando las condiciones básicas para el triunfo de la revolución social.

Nosotros sólo supimos de su presencia en Bolivia cuando él ya estaba actuando allí por la liberación del pueblo boliviano. 

A los dictadores de las naciones americanas al servicio de los Estados Unidos les viene muy bien destacar el fracaso de la liberación boliviana. Pero no ha habido tal fracaso. A pesar de los desesperados esfuerzos de los EE.UU., que ha hecho de Bolivia un bastión de la CIA, la revolución campesina y urbana sigue implacablemente su curso, comenzado en los montes de Santa Cruz de la Sierra en el año 1967 por mi hijo Ernesto. Otra vez en los montes bolivianos recomienza la gran revolución liberadora americana. El tiempo tiene la palabra.

Todos los diarios al servicio de los intereses norteamericanos en América Latina han venido publicando el fin de la guerrilla rural. Pero este fin no existe sino en los papeles de la prensa amarilla que gasta millonadas de dólares para convencer al oprimido pueblo latinoamericano que es inútil combatir con guerra de guerrillas al poderosos y adiestrado ejército opresor yanqui. 

La última entrevista en La Habana, 1987

El cachetazo a Borges

–Borges era mi compañero de banco en el colegio. Yo le encajé un cachetazo y me echaron del colegio... cuando lo vea... él está ciego, ahora... pero le tengo que decir: si en vez de echarme a mí solo del colegio te echaban a vos también, te hubieras ganado el Nobel. 

¿Qué edad tenían?

  –Doce años. O trece, era primer año.

¿De qué colegio?

  –Colegio Manuel Belgrano en la calle Santa Fe entre Anchorena y Larrea.

¿Y qué pasó?

  –él era un enclenque, un anteojo, no hacía más que estudiar. Y yo jodía todo el tiempo, tenía hondas, no paraba. Eran pupitres dobles y el que estaba al lado no podía estudiar. Un día me hizo enojar, me levanté, le hice ¡prac! y me mandaron a la dirección. Cuando me echaron no le dije a nadie por dos años. Mi padre era un hombre de lo más severo y no admitía réplica, me hubiera echado de casa para que trabaje de albañil. No fui más al colegio y me lo pasé en la calle. Conocí Puente Alsina, me metí en los quilombos, me conocí todo lo que no conoció Borges. Borges nunca escribió lo que sintió sino lo que imaginó. Nunca fue a un quilombo y conoció a una mujer como a los cincuenta años. A los quince yo me conocía todos los quilombos, los bares, jugaba al billar... lo que es una vida, carajo. Cuando Borges escribe sobre Buenos Aires me da risa. Estará muy bien escrito, pero no es. El no vio esas cosas nunca. No sé cuál es tu opinión sobre Borges, pero no es el mejor escritor argentino.

Es un gran escritor internacional.

  –De eso no cabe duda. Pero él nunca sintió lo que escribía.

Ernesto en Venezuela

“Mi hijo fue arrestado y maltratado en Colombia, en su segundo viaje. Logra salir del país como peón en un vuelo que llevaba caballos a Caracas, viajando en un hueco entre los animales y la carga, sentado en el piso con un peón. Yo le mandé un poco de plata y una carta de mi hermano Marcelo para un millonario venezolano que él conocía, una carta de presentación. El problema fue entregar la carta, porque Ernesto andaba hecho un reo de lo último, el pantalón roto, en alpargatas con agujeros… ropa de presos. ¡Un desastre! Me contó que no pasaba de los mucamos y los mayordomos, que andaban de librea en esa época. Me acuerdo una frase de Ernesto, que los sirvientes le tenían una desconfianza total pero cuando finalmente pudo encontrar al millonario, le abrió la puerta y lo hizo pasar como a un igual. ‘Nos atendió como camaradas’, me dijo el pobre Ernesto...”.

Historia de Celia

“Yo la conocí a Celia de la Serna cuando ella tenía 17 años e iba a entrar de monja, y yo ya era socialista y muy lector de Marx. Yo era muy amigo de un hermano de ella, Arturo, que también era amigo de los Echagüe, éramos un grupo muy unido. Pero cuando Arturo se dio cuenta de que la estaba afilando a Celia me empezó a tratar mal. La cosa es que Celia tenía una tía que estaba debilcita, con mucha fiebre. Yo mandé venir a mi médico, un argentino que vivía en México para que la atienda y se da cuenta que Celia también está enferma y la manda quedarse con la tía, no moverse. Piense que en esa época todavía no había antibióticos. Celia se recupera a los veinte días y se da cuenta de la bronca que me tiene la familia. Arturo le dice que yo me quiero casar con ella por la plata que tenía. Yo no era pobre, no vivía nada mal, pero nosotros no teníamos el dinero que tenía ella. Entonces decidí darle una paliza a Arturo”.

“Le dije a Celia que me iba a batir con el hermano y ella se desesperó. ‘No podés, si vos lo matás a mi hermano, yo no te puedo ver más. Y si él te mata, no puedo verlo a él más’. Yo era buen tirador, medio que campeón de tiro, y le dije ‘le voy a volar los sesos a tu hermano’. Ella lloraba”.

“La cosa es que Arturo de la Serna anduvo escapándome como por 15 días, por nervios de que le de un trabucazo. Yo me compré un bastón de guindo, bien duro, de los que no se parten, por si me lo cruzaba. ¡Le iba a romper el lomo a bastonazos!”

“Al final, Celia me dice que no vuelve más a su casa, que se queda con la tía. Yo le dije que nos casemos, pero el problema era que ella era menor de edad. Fui a un juez, los De la Serna intentaron pararnos, pero cuando se dieron cuenta de que no nos podían parar aflojaron. Eso sí, nombraron administrador de todo lo que tenía Celia a Arturo... que juró que no podíamos tocar un centavo sin consularlo a él”.

“Al final compré una tierra en Misiones para hacer un yerbal. Nos casamos y el viaje de bodas fue al campito ese. Yo hice el yerbal en persona, trabajando. No se crea el infundio de la familia de Celia que ella lo pagó. El campito ese nos dio de comer por muchos años, cuando vivíamos en Alta Gracia y después”.

“Y Celia se hizo más socialista que nadie. Era muy explosiva y Ernesto heredó mucho de ella. ¡Había que verla discutir! Tuvimos malos momentos... peleas... pero esas no son cosas para andar publicando”.

“El otro día, para mi cumpleaños, el embajador soviético me mandó una carta muy linda diciendo que me felicitaba por ser el que había puesto al Che en el camino del socialismo. Le contesté agradeciendo y corrigiendo que quienes lo habían puesto en el camino del socialismo eran Marx, Engels, Lenin y su mamá”.

Fuente: Pagina 12