¡Al fin la victoria! Los últimos resistentes
Tom Engelhardt*
Publicado el 5 de septiembre de 2017
En las guerras estadounidenses, el fracaso es un éxito
Fue sangrienta y brutal, una verdadera guerra generacional, reconozcamos su mérito. Finalmente, ellos ganaron donde tantos perdieron.
James Comey fue despedido. De Sean Spicer solo queda un montón de cenizas. Anthony Scaramucci se estrelló y se incineró en un instante. Reince Priebus esperaba una vida regalada pero finalmente fue despedido. Después de siete meses, Steve Bannon consiguió la vieja destitución y poco después le siguió su adlátere. A Sebastian Gorka se le enseñó la puerta de la Casa Blanca sin miramientos. En medio de un aguacero de posibles conflictos de intereses y escándalos, Carl Icahn se retiró. Se dice que Gary Cohn ha estado al borde de la renuncia. Así van las cosas en la administración Trump.
Excepto con los generales. Pensemos en ellos: son los últimos resistentes. Ellos lo consiguieron. Tomaron las alturas de Washington y se mantienen allí con una notable gallardía. Tres de ellos, el consejero de la Seguridad Nacional y teniente general H.R. McMaster; el secretario de Defensa y general retirado del cuerpo de marines John Mattis; y el ex jefe del departamento de Seguridad Interior, en estos momentos jefe de Estado Mayor de la Casa Blanca, general retirado del cuerpo de marines John Kelly, se mantienen solos –si se hace excepción de los familiares del propio presidente Donald Trump– en el pináculo del poder en Washington.
Esos tres generales provenientes de las guerras perdidas de Estados Unidos son ahora triunfadores. Uno de ellos es el último guardián cuando se trata de a quién ve el presidente. Los tres tienen influencia en sus pensamientos y discursos. Ellos son los ‘civiles’ que controlan a las fuerzas armadas y la política de guerra de Estados Unidos. Ellos –y solo ellos– han hecho que el presidente fuera contra sus impulsos más profundos, como lo admitió en su discurso a la nación sobre la guerra en Afganistán (“Mi instinto me pedía actuar, y toda la vida me ha gustado seguir mis instintos”). Ellos le han convencido de que libere a las fuerzas armadas (y a la CIA) de una supervisión significativa de cómo llevan adelante sus guerras en todo el Gran Oriente Medio, África y, últimamente, Filipinas. Incluso le convencieron que rodee sus operaciones futuras con una penumbra de secretismo.
Sus guerras, las que empezaron hace casi 16 años y no hicieron otra cosa que trasformarse y diseminarse (al mismo tiempo que proliferaba una variedad de grupos terroristas) ahora son solo suyas para pelearlas y... bueno, a todos nos afectan. Pero, retrocedamos un poco y pensemos en qué ha sucedido desde el pasado enero.
El presidente más ganador y los generales más perdedores
El más sorprendente ganador de nuestra época, y posiblemente –para penetrar completamente en el espíritu trumpiano– cualquier otra desde que el primer protozoo se movió sobre la Tierra, entró en el Despacho Oval el 20 de enero y muy pronto se rodeó de un conjunto de generales provenientes de las guerras perdidas de Estados Unidos en la era posterior al 11-S. Para decirlo con otras palabras, el hombre que prometió que durante su presidencia los estadounidenses se aburrirían de ganar –“Ganaremos tanto, os hartaréis y cansaréis tanto de ganar que vendréis a mí y me diréis ‘Por favor, no podemos ganar más’”– eligió muy pronto ascender a los tipos más perdedores de la ciudad. Si han de creerse lo que se cuenta, es evidente que lo hizo debido a sus antecedentes de la escuela militar, su vieja chifladura por la fama que el general George Patton consiguió en la Segunda Guerra Mundial (o al menos su versión cinematográfica), y pese a que él mismo hizo todo lo posible para evitar el servicio militar en los años de la guerra de Vietnam, su punto débil son los generales bravucones como ‘Mad Dog’**
Durante la campaña electoral, a pesar de que un general elegido por él lanzó la consigna “Encerrémosla”, el propio Trump fue sorprendentemente clarividente cuando se trató de la naturaleza del generalato estadounidense del siglo XXI. Sobre la cuestión se expresó así: “Bajo el liderazgo de Barack Obama y Hilary Clinton, los generales han sido llevados a la ruina hasta un punto vergonzoso para nuestro país”. Sin embargo, al acceder al poder, él se acercó a esa ruina para elegir a sus muchachos. En los años anteriores, él había tenido la misma clarividencia respecto de la guerra que acaba de prolongar en Afganistán. Acerca de este conflicto, tuiteó en 2013: “En Afganistán hemos perdido una enorme cantidad de sangre y dinero. Sus autoridades no han agradecido nada. ¡Salgamos de allí!”.
Por otra parte, la carrera de cada uno de sus tres generales elegidos está inextricablemente relacionada con las guerras perdidas de Estados Unidos. En 2005, el por entonces coronal H.R. McMaster adquirió su reputación al mando del 3r regimiento de caballería blindada en la ciudad iraquí de Tal Afar, cuando la “liberó” de los insurgentes sunníes al mismo tiempo que ponía en práctica por primera vez las tácticas de contrainsurgencia que se convertirían en el meollo de la “ofensiva” del general David Petraeus en 2007
Solo un pequeño problema: la tan publicitada “victoria” de McMaster, como muchos otros éxitos de las fuerzas armadas estadounidenses de esta época, no fue duradera. Un año más tarde, Tal Afar estaba “sumida en lla violencia sectaria”, escribía Jon Finer, el periodista del Washington Post que había acompañado a McMaster cuando entraba en esa ciudad. Estaría entre las primeras ciudades iraquíes tomadas por los combatientes del Daesh en 2014 y no fue “liberada” (una vez más) hasta hace muy poco tiempo por el ejército iraquí en una campaña respaldada por EEUU que la dejó solo parcialmente en ruinas, al contrario de muchas otras ciudades de la región, que quedaron totalmente destruidas. En los años de Obama, McMaster sería el comandante de una fuerza de tareas en Afganistán que “buscaba acabar con la desenfrenada corrupción que se había instalado” en el gobierno –respaldado por Estados Unidos– de ese país, un esfuerzo que acabaría en un funesto fracaso.
El general Mattis, del cuerpo de marines, condujo la fuerza de tareas 58 en el sur de Afganistán durante la invasión de ese país, estableciendo la “primera presencia militar clásica estadounidense en el país”. Lo mismo hizo en Iraq en 2003, al mando de la 1ª división de marines en la invasión de ese país por parte de Estados Unidos. Ese mismo año, estuvo involucrado en la toma de Bagdad, la capital iraquí; en la feroz lucha por la entrada y la destrucción parcial de la ciudad de Fallujah en 2004; y, en el mismo año, el bombardeo de lo que no era otra cosa que una fiesta de boda –y no un grupo insurgente– cerca de la frontera siria (“¿Cuánta gente se reúne en medio del desierto para celebrar una boda a unos 130 kilómetros del sitio civilizado más cercano?”, fue su respuesta a la pregunta de un periodista). En 2010, fue nombrado jefe del comando central estadounidense para supervisar las guerras de Iraq y Afganistán; lo hizo hasta 2013, cuando propuso a la administración Obama que lanzara una operación en “noche cerrada” para apoderarse de una refinaría de petróleo iraní o una central eléctrica, su noción de respuesta apropiada al papel de Irán en Iraq. La propuesta fue rechazada, y Mattis fue “apartado” del comando cinco meses antes de lo previsto. En otras palabras, perdió la posibilidad de organizar aún una interminable guerra estadounidense más en Oriente Medio. Es conocido por sus “Mattisismos”, sus consejos a los marines en 2003: “Sean corteses, sean profesionales, pero tengan un plan para matar a cualquiera que encuentren”.
El general retirado del cuerpo de marines John Kelly fue subcomandante en Iraq, a las órdenes de Mattis, quien le ascendió a brigadier general en el campo de batalla (el actual jefe del estado mayor conjunto, general Joe Dunford, era por entonces oficial en la misma división; se dice que los tres siguen siendo amigos). A pesar de que Kelly tuvo un segundo periodo de servicio en Iraq, nunca combatió en Afganistán. Sin embargo, uno de sus hijos (que en 2004 también había luchado en Fallujah) murió allí trágicamente cuando pisó una mina de fabricación casera en 2010.
McMaster fue una de las primeras personas del Pentágono que empezaron a decir que las guerras estadounidenses posteriores al 11-S eran “generacionales” (es decir, eternas). En 2014, dijo: “Si pensáis que esta guerra contra nuestro estilo de vida ha acabado porque alguno de los autoproclamados formadores de opinión y charlatanes está cada vez más ‘cansado de la guerra’, por que quieren marcharse de Iraq o Afganistán, estáis equivocados. Este enemigo está resuelto a destruirnos. Luchará contra nosotros durante generaciones, y el conflicto recorrerá varias etapas, tal como ha sido desde el 11-S”.
En resumen, es prácticamente imposible seleccionar tres hombres más visceralmente relacionados con el estilo estadounidense de hacer la guerra, menos capaces de evaluar seriamente lo que han vivido o más totalmente identificados con los fracasos de la guerra contra el terror, especialmente los conflictos bélicos de Iraq y Afganistán. Ciertamente, cuando se habla de la “ruina” del generalato de EEUU en estos años, Mattis, McMaster y Kelly están en los primeros puestos de cualquier lista.
De hecho, piense el lector en ellos como los últimos supervivientes de un sistema que en sus niveles superiores no es conocido –incluso en sus mejores momentos– por haber producido pensadores originales y creativos. Ellos son, para decirlo de otro modo, los mayores conformistas de cuatro estrellas; este es el tipo de personalidad que se necesita para hacer carrera en el generalato de Estados Unidos (parece que los pensadores originales y críticos nunca han ido más allá del grado de coronel).
Tal como lo indica la política afgana de la “nueva” era Trump, cuando se ven ante sus guerras y qué hacer con ellas, su respuesta es invariablemente alguna versión de más de lo mismo (con los acostumbrados y de momento previsibles resultados).
¡Todos saludan a los generales!
Ahora, retrocedamos un poco de la situación que tenemos. No sea que usted imagine que, cuando se trata de esos generales, las acciones del presidente Trump son una exclusividad de estos tiempos nuestros. Efectivamente, dos generales retirados y uno todavía en activo en cargos que hasta ahora (salvo raras excepciones) estaban reservados para civiles de verdad representan algo nuevo en la historia de Estados Unidos. Aun así, este momento trumpiano debería verse como la culminación de las políticas de las dos administraciones anteriores y no como un cambio.
En estos años, los generales estadounidenses han fracasado en todas partes excepto en una, y eso sucedió en el único sitio que de verdad importa. Llámele el “punto muerto” de Afganistan todas las veces que quiera, pero después de casi 16 años de que las fuerzas armadas de EEUU descargaran el poderío de “la más estupenda fuerza de combate que el mundo ha conocido” (también celebrada como “la mayor fuerza para la liberación humana que el mundo ha conocido”), el Talibán está creciendo en esa tierra sumida en la ignorancia; esta es la definición de fracaso, háganse las cuentas que se hagan. Ciertamente, en ese país, los tres generales han sido perdedores, ya que –junto con otros– han combatido en Iraq, Somalia, Yemen, Libia y seguramente alguna vez en Siria (más allá de las posibles victorias que puedan apuntarse). En solo un lugar, su generalato funcionó eficazmente, en solo un lugar ha tenido verdaderos éxitos, en solo un lugar podría ahora proclamar convincentemente “¡Al fin la victoria!”.
Este lugar, por supuesto, es Washington DC donde ciertamente son los últimos resistentes; en términos trumpianos, ganadores absolutos.
En Washington, el generalato que ellos representan ha sido cualquier cosa menos una ruina. Siempre ha sido otra variedad de más: más de lo que quisieran, desde dinero hasta aumento de cada vez más poder y autoridad. En Washington, han sido los ganadores incluso desde que el presidente George W. Bush lanzó su Guerra Global Contra el Terror.
Lo que no pudieron hacer en Bagdad, Kabul, Trípoli ni en sitio alguno de todo el Gran Oriente Medio, lo hicieron admirablemente en la capital de nuestro país. En los años que utilizaron –infructuosamente– todo el poder de fuego del mayor arsenal del planeta contra enemigos cuyo armamento costaba lo mismo que una pizza, ellos continuaron embolsando miles de millones de dólares en Washington. De hecho, es razonable argumentar que los conflictos perdidos en la guerra contra el terror eran requisitos necesarios para ganar las batallas presupuestarias en la capital. Esos interminables conflictos bélicos –y un más generalizado miedo (no tengo intención de hacer un juego de palabras) al terrorismo islámico intensamente fomentado por el estado de la seguridad nacional– han dado lugar a que en Washington se produjeran sorprendentes éxitos de asignaciones presupuestarias; quizás sea esta la única cuestión en la que Republicanos y Demócratas han coincidido durante este periodo.
En este contexto, la decisión de Donald Trump de rodearse de “sus” generales no significa otra cosa que hacer más visible esta realidad. Él ha dejado en claro por qué la expresión “estado profundo”, utilizada frecuentemente por los críticos tanto de la política militar como de la seguridad nacional de EEUU, no describe adecuadamente la situación que se vive en Washington en este siglo XXI. Esa expresión da la impresión de un estado oculto dentro del Estado que controla conspirativamente al resto del gobierno. La realidad actual en Washington no se parece en nada a esto. A pesar de que su gusto por el secretismo y del deseo de tender un manto de sombra sobre las operaciones gubernativas, el estado de la seguridad nacional no ha estado en estos años precisamente merodeando en la sombra.
En Washington, más allá de lo que pueda decir la Constitución sobre el control civil de las fuerzas armadas, los generales –al menos hasta ahora– controlan a los civiles y el estado profundo se ha convertido en el Estado más visible. En este contexto, hay algo que está claro, ya sea que hablemos de la colección de agencias de “inteligencia” del país o del Pentágono, el fracaso es la nueva forma del éxito.
Y en todo esto, una cosa sigue siendo fundamental: las “guerras generacionales” en países remotos. Si queremos definir en pocas palabras cómo funciona esto, consideremos una sola línea de una nota reciente del periodista Rod Norland en el New York Times sobre la guerra en Afganistán: “Incluso antes del discurso del presidente [afgano] las fuerzas armadas de Estados Unidos y las autoridades afganas estuvieron elaborando planes de largo plazo”, señala Norland; en ese contexto, agrega como de pasada, “Las fuerzas armadas estadounidenses tienen un plan de 6.500 millones de dólares para hacer que la fuerza aérea afgana sea autosuficiente y que en 2023 acabe con su exagerada dependencia del poder aéreo de EEUU”.
Pensemos un instante acerca de la relativamente modesta (¡apenas 6.500 millones de dólares!) de los últimos planes de las fuerzas armadas de Estados Unidos para un futuro de más de lo mismo en Afganistán. Para empezar, ya estamos hablando de seis años más de una guerra que, iniciada en octubre de 2001, en lo fundamental era una continuación de un conflicto bélico anterior librado entre 1979 y 1989, y ya es la guerra más prolongada de la historia de EEUU. En otras palabras, la noción de “guerra generacional” es cualquier cosa excepto una exageración.
Recordemos también que, en enero de 2008, el brigadier general estadounidense Jay Lindell, comandante de la fuerza aérea combinada en Afganistán, estuvo elaborando un plan de ocho años que habría dejado a la fuerza aérea afgana completamente dotada de personal, equipada, adiestrada y “autosuficiente” en 2015 (en 2015, Rod Norland examinaría esa fuerza aérea y la encontraría en un “estado deplorable”, cercano a la ruina).
Entonces, en 2023, si la totalidad de esos 6.500 millones de dólares es ciertamente invertida –tal vez la expresión más adecuada sería despilfarrada– en la fuerza aérea afgana, hay algo seguro: no será “autosuficiente”. Después de todo, pasados 16 años y con más de 65.000 millones de dólares –algunos millones más que lo 6.500– asignados por el Congreso para el adiestramiento de las fuerzas de seguridad afganas, estas fuerzas están sufriendo pavorosas bajas, tienen una terrible tasa de deserción, sus filas están llenas de personal “fantasma” y son cualquier cosa menos autosuficientes. ¿Por que imaginar algo diferente con los 6.500 millones para la fuerza aérea de ese país y seis años más tarde?
En la guerra contra el terror de Estados Unidos, semejantes casas deberían ser consideradas historias pronosticadas, aunque los generales perdedores de aquellas guerras perdidas se paseen muy ufanos por Washington. En cualquier lugar del planeta, los planes para 2020 ó 2023 –o incluso más allá– de las fuerzas armadas de Estados Unidos serán sin duda nuevos mojones en la autopista del fracaso. Invariablemente, solo en Washington funcionan semejantes planes. Solo en Washington, más de lo mismo resulta ser la formula fundamental para el éxito. Da la impresión de que nuestras guerras perdidas son el telón de fondo de la última guerra triunfal en al capital de nuestro país. Entonces, todos saludan a los generales de Estados Unidos, ¡misión cumplida!
Notas:
*Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World
** Mad Dog (Perro loco) es el alias del general retirado del cuerpo de marines John Kelly. (N, del T.)
Traducción: Carlos Riba García (Rebelión)