A costa de destruir el medioambiente ¿Está Trump lanzando un Nuevo Orden Mundial?

Michael T. Klare*

Los futuros frentes de batalla
Introducción de Tom Engelhardt

El otro día, el director de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) Scott Pruitt cometió un error garrafal: en el espacio Meet the Press (Encuentro con la prensa) de la NBC, dijo: “Desde el cuarto trimestre del año pasado hasta hace poco tiempo, hemos creado cerca de 50.000 nuevos puestos de trabajo en la industria del carbón. Solo en mayo, fueron casi 7.000”. Digamos que quizá son unos 1.000 empleos en los primeros cuatro meses de la administración Trump. Y en aras de la exactitud, agreguemos algunos más a la cifra total. Según las cifras del departamento de Energía, la industria del carbón, que ha estado destruyendo empleo durante años, hoy tiene unos 54.000 trabajadores en las minas y emplea en total a alrededor de 160.000 personas. Pongamos esto en contexto: en este país, solo la industria de la generación fotovoltaica emplea –en tiempo parcial o en jornada completa– a 373.000 personas; aun así representa solo una pequeña parte de la producción de energía en Estados Unidos, aunque está creciendo rápidamente. 
Hace poco tiempo, Sierra Club analizó unas cifras de empleo del departamento de Energía; descubrió que “en el ámbito nacional, los puestos de trabajo en las energías limpias superaban a los empleos en la totalidad de la industria de los combustibles fósiles en una relación de más de 2,5 a 1 y excedían a razón de 5 a 1 a todos los puestos de trabajo en el carbón y el gas natural”. Además, en una comprobación –hecha estado por estado– de las cifras de empleo en el sector de la energía de todo el país, el informe encontró que “41 estados y Washington DC (80 por ciento del total nacional) tienen más empleos en las energía limpias que en las derivadas de los combustibles fósiles en todas sus formas”. Asimismo, según un informe del programa Unidad Climática de Financiación de la Defensa Medioambiental (EDFCC, por sus siglas en inglés), “los empleos asociados con la energía solar y la eólica están creciendo 12 veces más de prisa que el resto de la economía de Estados Unidos”. 
Tal como señala hoy Michael Klare, colaborador habitual de TomDispatch, el de las energías limpias es fundamentalmente el sector de la economía energética que Donald Trump –que se ha definido como “el presidente del empleo” (“Seré el presidente generador de empleo más importante que Dios haya creado en todos los tiempos”)– quiere cerrar. En otras palabras, él está preparado para dejar uno de los más grandes aparatos de creación de empleo del planeta –se estima que las energías renovables ya dan trabajo a 8,1 millones de personas en el mundo– a los chinos, los alemanes y otros países cada día más orientados hacia el verde. En este contexto, tomemos el análisis de Klare como la descripción del aspecto que puede llegar a tener el nuevo orden trumpiano, organizado alrededor de su obsesión con los combustibles fósiles, y lo que este nuevo orden puede significar para todos nosotros.


Las petro-potencias contra las verdes
Que, en relación con los asuntos internacionales, Donald Trump es el gran devastador ya se ha convertido en un lugar común en los medios del establishment. Mediante sus desaires a la OTAN y su retirada de los acuerdos climáticos de París [COP22], nos han dicho estos medios, el presidente Trump está desmantelando el tolerante orden mundial creado por Franklin D. Roosevelt cuando acabó la Segunda Guerra Mundial. “Present at the Destruction?” (¿El momento de la destrucción?) se titula una nota que la revista Foreing Affairs, la principal publicación del Consejo de Relaciones Exteriores, puso en sus páginas de opinión en una de las últimas ediciones. Titulares similares pueden encontrarse en New York Times y Washington Post. Pero esas profecías de inminente desorden global dejan pasar una cuestión crucial: en su modo quijotesco, Donald Trump no solo está tratando de destruir totalmente el orden mundial existente sino también intentando construir los cimientos de uno nuevo, el de un mundo en el que las potencias de los combustibles fósiles competirán por la supremacía con los países que favorecen las energías verdes que suplanten al carbón.
Este vasto proyecto estratégico es evidente prácticamente en cada cosa que Trump ha hecho en el ámbito nacional y en el extranjero. En el plano nacional, hizo cuanto estuvo a su alcance para impedir que se consoliden las energías alternativas y hacer que se perpetúe la economía basada en el carbón. Fuera del país, está buscando la creación de una alianza –liderada por Estados Unidos, Rusia y Arabia Saudí– de países productores de combustibles fósiles, al mismo tiempo que trata de aislar a las potencias que están optando por las energías renovables como Alemania y China. Si su proyecto de realineamiento global progresa como él lo imagina, el mundo quedará muy pronto dividido en dos campos, cada uno de ellos compitiendo por el poder, la riqueza y la influencia: los carbonitas de un lado y los verdes post-carbón del otro.
Tal como se señaló en Foreing Affairs, esta es una visión del sistema muy diferente de la que tenían los internacionalistas wilsonianos*, que aún siguen viendo un mundo dividido entre las democracias tolerantes (lideradas por Estados Unidos y sus aliados europeos) y las autocracias mezquinas (encabezadas hoy por la Rusia de Vladimir Putin). Sorprendentemente, tampoco se diferencia mucho del sistema descrito por los discípulos del fallecido politólogo de Harvard Samuel Huntington, autor de El choque de civilizaciones, que describió un mundo partido según líneas de fractura que respondían a distintas “civilizaciones”, principalmente el choque entre el islam y el Occidente judeo-cristiano. Es evidente que la impaciencia de Trump no encaja con la primera de estas visiones; ciertamente, aunque aprovechó el sentimiento anti-islámico durante la campaña electoral y en los primeros meses de su presidencia, tampoco parece haberse entusiasmado con la tesis de Huntington. Su lealtad parece estar reservada especialmente para con los países productores de combustibles fósiles, al mismo tiempo que su desdén está sobre todo dirigido hacia los países que favorecen las energías limpias.
La visión que uno tiene del mundo –la visión que uno abraza– realmente importa cuando se trata de darle forma a la política exterior de Estados Unidos. Si se apoya el punto de vista wilsoniano (como hace la mayor parte de los diplomáticos estadounidenses), el principal objetivo será reforzar los vínculos con Gran Bretaña, Francia, Alemania y otras democracias con mentalidad parecida y al mismo tiempo tratar de limitar la influencia de autocracias mezquinas como Rusia, Turquía y China. Si, en cambio, se sostiene la visión de Huntington (como hacen muchos de los seguidores, asesores y funcionarios nombrados por Trump), la finalidad será resistir la propagación de movimientos, tanto sean aquellos apoyados por la mayoría shií de Irán como los respaldados por la mayoría sunní de Arabia Saudí. Pero si, como hace Trump, el punto de vista del mundo está determinado por las preferencias en el sector de la energía, ninguna de esas otras consideraciones importa; en lugar de ellas primará el apoyo a las naciones que abrazan los combustibles fósiles y el castigo a aquellos que favorecen las energías alternativas.
Preparando el terreno para un nuevo orden mundial
La energía puesta en juego por Trump en la prosecución de su vasto proyecto estuvo completamente expuesta tanto durante su reciente visita a Oriente Medio y Europa como en su decisión de retirar [a Estados Unidos] del acuerdo climático de París. En Arabía Saudí, bailó y cenó con reyes, emires y príncipes empapados de petróleo; en Europa, ninguneó y faltó el respeto a la OTAN y a una Unión Europea inclinada hacia las renovables; de regreso en casa, prometió eliminar cualquier impedimento al crecimiento de la explotación de los combustibles fósiles: condenado sea el planeta. Para sus críticos, todo eso apareció como distintas manifestaciones de la destructiva personalidad, pero observadas las cosas de otra manera, podrían ser vistas como pasos calculados hacia el fortalecimiento de las perspectivas de los carbonitas en la próxima lucha por el predominio global.
El primer paso de este proceso fue la revitalización de la histórica alianza de Estados Unidos y Arabia Saudí, el principal productor mundial de petróleo. Durante décadas esta ha sido la piedra angular de la política estadounidense en Oriente Medio, destinada a preservar el orden político conservador en la región y asegurar el acceso de Estados Unidos al crudo del golfo Pérsico. El presidente Obama permitió que la alianza decayera al plantear la inoportuna cuestión de los derechos humanos y negociar con Irán su programa de enriquecimiento de uranio. En mayo, Trump viajó a Riyadh para asegurar a la casa real saudí que la preocupación por los derechos humanos ya no sería un tema irritante en la relación mutua y que Washington se uniría a los saudíes en su disputa contra la influencia iraní en la región.
“No estamos aquí para sermonear”, insistió Trump, “no estamos aquí para decirles cómo deben vivir, qué deben hacer, cómo deben ser o cómo deben rezar. Nada de eso; estamos aquí para ofrecer una asociación.” Como parte de esa “asociación”, firmó con los saudíes un acuerdo de venta de armas por 110.000 millones de dólares. La expectativa de ventas adicionales en la próxima década podría llevar el total del negocio a los 350.000 millones de dólares. Una vez entregadas, muchas de esas armas, serán utilizadas por los saudíes en su brutal campaña de bombardeos contra los grupos rebeldes yemeníes. Los saudíes sostienen que los rebeldes (houthíes, en su mayor parte, de la árida parte norte de Yemen) reciben armas de Irán; de este modo justifican sus ataques aéreos, pero la mayoría de los observadores está de acuerdo en que la ayuda iraní es bastante limitada. Mientras tanto, las incursiones aéreas han provocado numerosos civiles muertos y ayudado a crear una crisis humanitaria que ha contribuido a la aparición de un grave brote de cólera y a la amenaza de una hambruna a escala masiva.
Durante su estancia en Riyadh, Trrump converso sobre el estrechamiento de los vínculos entre las empresas del sector energético estadounidense y la industria petrolera saudí, controlada en su mayor parte por la familia real de ese país. “Los dos líderes hicieron hincapié en la importancia de invertir en el ramo de la energía por parte de las empresas de ambos países, y de la necesidad de coordinar políticas que aseguren la estabilidad de los mercados y la abundancia de la oferta”, señaló Trump en una declaración junto con el rey saudí Salman.
El segundo paso en este proceso fue el debilitamiento de la OTAN y la Unión Europea –la mayoría de cuyos miembros apoya con fuerza el acuerdo climático de París– y el mejoramiento de las relaciones de Estados Unidos con Rusia, el segundo productor mundial de crudo. Hasta ahora, Trump no ha podido avanzar mucho en el segundo de estos objetivos debido a la barahúnda que está en curso en Washington sobre las acusaciones de intromisión de Rusia en las elecciones presidenciales de 2016, aunque en el primero tuvo un éxito espectacular; fue durante su visita a la sede central de la OTAN el 25 de mayo en Bruselas. Incluso enfadó a sus propios consejeros cuando cambió su discurso en el último momento y se negó a comprometerse en un acuerdo de defensa mutua con los otros miembros de la organización atlántica. Trump rechazó tranquilizar a sus pares acerca del compromiso de Washington con el principio –“uno para todos y todos para uno”– inserto en el Artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte, que obliga a todos los países miembros a acudir en ayuda de cualquier otro que sea atacado (aunque más tarde se comprometería explícitamente con ese Artículo en una conferencia de prensa en la Casa Blanca). Además, les reprochó de manera amenazante el hecho de que no destinaran los recursos adecuados a la defensa común. Otros presidentes estadounidenses han expresado quejas similares, pero nunca en semejante tono despreciativo y desdeñoso, lo que garantiza el distanciamiento de los aliados clave. Como si esto fuera poco, Trump dio la impresión de discrepar con los funcionarios más importantes de la OTAN sobre la amenaza planteada a la solidaridad de la alianza por los ciberataques e intromisiones políticas, una cuestión a la que él le quitó importancia.
Trump procedió después a apartar de sí aún más a los líderes europeos; eso fue en su última escala en Taormina (Sicilia), en ocasión de un encuentro de las principales economías del G-7. Según los medios informativos, los europeos, encabezados por el recientemente electo presidente francés Emmanuel Macron y la primera ministra alemana Angela Merkel, trataron de convencer a Trump de lo apremiante de la permanencia en el acuerdo climático de París, destacando su importancia respecto de la solidaridad euro-atlántica. “Si la mayor potencia económica del mundo fuera a retirarse [de París], su lugar sería ocupado por los chinos”, advirtió Merkel. Pero Trump se mantuvo obstinadamente en sus trece; para él, la creación de empleo en EEUU tiene más peso que cualquier consideración medioambiental. “Ahora, China lidera”, dijo un apesadumbrado Macron; este comentario podría ser profético.
El tercer paso dado por el presidente Trump fue el anuncio formal del retiro de Estados Unidos del acuerdo de París, en una ceremonia realizada en el Rosedal a su regreso a la Casa Blanca. Tal como está planteado hoy en día, este acuerdo requeriría una importante reducción en la emisión estadounidense de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero (GEI), principalmente mediante el freno a la utilización de combustibles fósiles. Para dar cumplimiento a esa obligación, el presidente Obama prometió que reduciría la emisión de GEI en la generación de electricidad poniendo en marcha el Plan de Energías Limpias que, de haberse implementado en su totalidad, habría disminuido inexorablemente la utilización nacional de la hulla. También dio instrucciones para que se mejorara la eficiencia de los vehículos con motores de combustión interna. Con su repudio al pacto, Trump espera –contra toda oposición– dar nueva vida a la industria nacional del carbón (que en este momento sufre la competencia del gas natural, y la energía eólica y la fotovoltaica) y revertir la tendencia hacia los coches y camiones más eficientes en relación con el consumo de combustible, aumentando así la necesidad de petróleo.
Cuando anunció su decisión, el presidente alegó –aunque erróneamente– que el acuerdo de París permitiría que otros países, entre ellos China e India, continuarían construyendo centrales alimentadas con carbón mientras que impediría que Estados Unidos explotara sus propios activos de combustibles fósiles, lo cual beneficiaría sus economías a expensas de la de Estados Unidos. “Nuestras reservas de petróleo y afines están entre las más abundantes del planeta y son suficientes para sacar de la pobreza a millones de trabajadores empobrecidos de este país”, declaró. “Aun así, en el marco de este acuerdo, ciertamente estamos poniendo esas reservas bajo llave, impidiendo que nuestra nación disfrute de esa gran riqueza.”
Cuando hablaba de las abundantes reservas de energía que él trata de desarrollar, por supuesto, Trump no se refería al ilimitado potencial eólico y solar, sino antes bien al petróleo, carbón y gas natural. Se jacto él de las minas de hulla que estaban otra vez “empezando a funcionar” e hizo hincapié en su intención de eliminar todas las restricciones a la perforación de nuevos pozos para extraer crudo y gas natural en tierras federales.
Sin duda alguna, harán falta años de redacción de regulaciones, maniobras judiciales y negociaciones con el Congreso y la comunidad internacional hasta que la Casa Blanca pueda conseguir por completo sus objetivos en favor del carbón. Aun así, los pasos ya anunciados aseguran que las normas que impiden el crecimiento del consumo de combustibles fósiles acabarán levantándose y eliminado todo tipo de instalación para la producción de energías renovables.
La nueva trilateral
No debemos olvidar que estos no son más que los primeros pasos que piensa dar el presidente. En el largo plazo, él parece estar apuntando a la creación de un nuevo orden mundial gobernado primordialmente por las preferencias energéticas. Desde esta perspectiva, una alianza formada por Rusia, Arabia Saudí y Estados Unidos tiene sentido. En primera instancia, unos líderes de mentalidad autoritaria que detestan las ideas humanitarias y tratan de perpetuar la Edad del Carbón gobiernan hoy los tres países. Ellos, a su vez, ejercen un papel sobresaliente en la producción mundial de energía. En tanto son los tres principales productores de petróleo, ellos explican alrededor del 38 por ciento de la extracción mundial de crudo. Estados Unidos y Rusia son también los principales productores de gas natural. Junto con Arabia Saudí, los tres países explican el 41 por ciento de la producción de gas en el planeta.
Por otra parte, cada uno de estos tres países está estrechamente vinculado con otros importantes productores de petróleo y gas natural: Canadá, en el caso de Estados Unidos; los Emiratos del golfo Pérsico (entre ellos el pequeño Qatar, con sus enormes yacimientos de gas natural, en que en este mismo momento la casa real saudí está tratando de subyugar draconianamente), para Arabia Saudí; y las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central, en relación con Rusia. Todo esto no hace más que aportar más peso a la supremacía de esta potencial alianza trilateral; cuando el crudo y el gas producidos por todos estos países, entre ellos Azerbaiyán, Kazajstán, Kuwait, Omán, Qatar, Turkmenistán y los Emiratos Árabes Unidos, se agregan a lo producido por los Tres Grandes, la combinación resultante controla aproximadamente el 57 por ciento de la producción mundial de crudo y el 59 de la de gas natural. Dado que, de momento, el petróleo continúa siendo la más valiosa materia prima del comercio global y que juntos –el crudo y el gas– dan cuenta del 60 por ciento del suministro mundial de energía, esto representa una tremenda concentración de poder económico y geopolítico.
El grado en que Trump y sus principales asistentes han articulado una grandiosa visión estratégica es para reforzar los lazos de Estados Unidos con otras potencias petroleras en el ámbito de la energía, la diplomacia y las fuerzas armadas. Esto significa el reforzamiento de los vínculos entre las empresas estadounidenses del sector energético y aquellas de los otros integrantes de la posible alianza aumentando la coordinación diplomática y mejorando las relaciones militares. También significa alinearse con ellos contra sus declarados enemigos, como Trump ha prometido hacer en el caso de Arabia Saudí en su pugna con Irán (Trump esperaba colaborar con Rusia de la misma manera en la guerra contra el Daesh en Siria, pero las circunstancias políticas que se dan hoy en Washington han hecho que ese propósito sea de momento indefendible).
Sorprendentemente, el brazo estadounidense-saudí de esta alianza ya está funcionando. Claramente, al acceder a la Casa Blanca, Trump tenía la esperanza de hacer un progreso similar en Rusia, aunque sus propios pasos en falso (y los de sus más cercanos colaboradores, entre ellos su yerno Jared Kushner) han impedido cualquier avance. Inmediatamente después de asumir la presidencia, integrantes de su equipo instruyeron al departamento de Estado para que empezaran a explorar las formas de levantar las sanciones económicas a Rusia (impuestas como consecuencia de la anexión de Crimea por parte de ese país) que impedían el aumento de la mutua cooperación entre empresas del sector de la energía de Estados Unidos y Rusia. “La Casa Blanca ha estado considerando seriamente la derogación de las sanciones”, le dijo Dan Fried, coordinador jefe de la política estadounidense de sanciones hasta el pasado febrero, a Yahoo News
Estas acciones quedaron frustradas cuando se supo que el recién nombrado consejero de la seguridad nacional, Michael Flynn, durante la campaña electoral había conversado en privado con el embajador ruso en Estados Unidos, Sergey Kislyak, sobre la posibilidad de suavizar las sanciones, pero mintió acerca de ello en conversaciones con el vicepresidente Nike Pence y otros. No obstante, Trump no ocultó su creencia de que el escándalo por la vinculación rusa con la organización de su campaña electoral no está justificado y que los intereses de Estados Unidos estarían mejor servidos si se mejorara significativamente las relaciones con Moscú
Por si acaso alguien se preguntara sobre la naturaleza triangular de esta incipiente alianza, el presidente ruso Vadimir Putin se encontró en Moscú con el ministro de Defensa Mohammed bin Salman, el segundo príncipe coronado, apenas unos días después de que el príncipe Mohammed se reuniera con Trump en Riyadh. “La relaciones entre Arabia Saudí y Rusia están en su mejor momento”, dijo el príncipe, según informó Tass, la agencia estatal de noticias. En cuanto a la visita de Trump a Riyadh, la cooperación en el sector de la energía fue el asunto clave del diálogo ruso-saudí. “Los acuerdos en la cuestión energética son muy importantes para nuestros países”, declaró Putin.
Por supuesto, el plan de Trump relacionado con una alianza trilateral basada en el petróleo debe superar muchos obstáculos. A pesar de que Rusia y Arabia Saudí tienen muchos intereses en común –particularmente en el terreno de la energía, en ambos países tratan de reducir la extracción para defender los precios–, también difieren en muchas cuestiones. Por ejemplo, Rusia apoya al régimen de Bashar al-Assad en Siria, mientras que los saudíes prefieren verlo derrocado; del mismo modo, los rusos son importantes proveedores de armas de Irán, un país al que los saudíes tratan de aislar. Sin embargo, el encuentro de Putin con el príncipe Mohammed en la estela de la visita de Trump a Riyadh sugiere que esos impedimentos podrían superarse.
Las líneas generales de un posible nuevo orden mundial
En su famoso ensayo de 1993, El choque de civilizaciones, Samuel Huntington escribió que “las fallas [tectónicas] entre civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro”; la más conspicua de todas es la existente entre el islam y Occidente. Muchos de los partidarios de Trump abrazan rabiosamente este punto de vista, pero no el propio Trump (aunque, obviamente, no es amigo de los musulmanes).
Mediante la construcción de una alianza de países productores de combustibles fósiles, entre ellos algunos islámicos, Trump espera robustecer la fuerza de los países pro-carbón en el mundo. Irónicamente, hasta ahora sus payasadas, que han apuntado al debilitamiento del poder de cualquier incipiente futura alianza verde, han tenido un efecto bumerang, animando a las futuras posibles potencias verdes a aumentar sus vínculos cooperativos, empujándolas con más fuerza para asumir el dominio mundial del futuro de las energías alternativas. En este sentido, Trump parece haber creado la profecía que lleva consigo su propio cumplimiento y hecho que los países que favorecen las energías limpias estrechen sus relaciones.
Recordemos el comentario que Merkel le hizo a Trump en la cumbre del G-7. Si Estados Unidos fuera a retirarse del acuerdo de París, dijo ella, “su lugar sería ocupado por los chinos”. Ciertamente, Trump se retiró, y a Merkel le faltó el tiempos para dirigir su mirada hacia China. Cinco días más tarde, ella invitó al primer ministro chino, Li Keqiang, para dialogar en Berlín. Este voló después para discutir con líderes de la Unión Europea. Se ha informado de que las promesas mutuas de sostener al acuerdo climático de Paría estuvieron en el centro de esas discusiones.
“Es posible que veamos un importante giro en las relaciones del triángulo China-Estados Unidos-Unión Europea, en el que habría un mayor acercamiento de China y la UE, mientras EEUU y la UE se distanciarían”, comentó Wang Dong, profesor adjunto en la facultad de Estudios Internacionales de la Universidad de Pekín. “Es probable que el premier Li y la canciller Merkel reafirmen su compromiso con al defensa de los acuerdos de París.”
Entusiasmada por asumir el liderazgo mundial en la producción de energías renovables, China ha dado enormes pasos en el desarrollo y la construcción de instalaciones de producción de energía eólica y solar. Como escribió Keith Bradsher, del New York Times, en un reciente reportaje sobre los avances en la creación de grandes islas flotantes de paneles solares en China (una tecnología que probablemente pueda ser adaptada por otros países que tratan de ampliar su dependencia en la energía renovable), “El proyecto es un ejemplo del esfuerzo de China para la reestructuración del orden mundial en materia de energías renovables, al tiempo que es abandonado por Estados Unidos. Semejante pericia tecnológica será la columna vertebral de una infraestructura necesitada por los países interesados en alcanzar sus objetivos climáticos, lo que –en la cuestión energética– hace que China sea el socio de elección para muchos países.”
India también está tratando de unirse al grupo líder de las energías limpias. El que una vez fuera considerado un impedimento para cualquier acuerdo como el de París gracias a sus centrales eléctricas parcialmente alimentadas con carbón, India está ahora dando pasos de gigante en el desarrollo de las energías renovables. Según el reconocido sitio web ambientalista Carbon Tracker, en estos momentos India espera que para 2022 –ocho años antes de lo programado– el 40 por ciento de su electricidad sea obtenida a partir de fuentes de energía verdes. Como parte de ese proceso, ya está cancelando muchos planes de construcción de nuevas centrales alimentadas con carbón.
Que India se esté moviendo rápidamente para reafirmar su liderazgo en el desarrollo de energías limpias ha llamado también la atención de Angela Merkel, de Alemania, quien invitó al primer ministro indio Marendra Modi a Berlín; en los dos días del encuentro en el pasado mayo, las conversaciones estuvieron centradas en el mejoramiento de la cooperación económica.
Todavía estamos en los pasos iniciales, pero las líneas generales de un posible nuevo orden mundial parecen estar revelándose, con los países de los combustibles fósiles pugnando por conservar su dominio en una época en la que una parte cada vez mayor de la población mundial se está moviendo claramente hacia las tecnologías propias de las energías limpias (y la enorme máquina de creación de empleo que estas implican). Los acontecimientos de los primeros dos meses de la presidencia de Donald Trump ya nos han proporcionado mucho material para reflexionar sobre la emergencia de un nuevo planeta bipolar en materia de energía; en el se inscribe un deliberado intento de romper la OTAN, un de momento abortado esfuerzo para forjar una alianza Estados Unidos-Rusia, un espaldarazo de Washington a la hegemonía regional de Arabia Saudí y el surgimiento de una posible alianza chino-germana. Es necesario mantener los ojos bien abiertos para que no se nos escapen las futuras acciones en este sentido.
Una cosa está clara: Todo el mundo en este planeta será afectado por las formas en que vaya dándose esta reorganización de alianzas y rivalidades. Un mundo dominado por las petro-potencias será uno en el que el petróleo será abundante, el cielo estará oculto por la niebla tóxica, las pautas climáticas serán impredecibles, las costas marinas serán inundadas y la sequía será un peligro constante. En ese planeta, en la medida que los países y los pueblos luchen por unos suministros vitales cada día más reducidos –sobre todo los alimentos, el agua y la tierra cultivable–, la posibilidad de cualquier guerra solo puede aumentar.
Por el contrario, es probable que un mundo en el que prevalezcan las potencias verdes sea menos devastado por las guerras y los estragos producidos por el cambio climático extremo dado que las energías renovables serán más accesibles y estarán disponibles para todos. Quienes –como Trump– prefieren un planeta inundado de petróleo lucharán para lograr hacer realidad su infernal visión, mientras que quienes se hayan comprometido con un futuro verde trabajarán para alcanzar, e incluso superar, los objetivos del acuerdo de París. Aun en Estados Unidos, un sorprendente conjunto de estados, ciudades y corporaciones (entre ellas, Apple, Google, Tesla, Target, eBay, Adidas, Facebook y Nike) han hecho causa común y se han unido en un esfuerzo denominado “We Are Still In” (Todavía estamos dentro), para hacer efectivo el compromiso estadounidense con el acuerdo climático independientemente de lo que Washington diga o haga. La elección es nuestra: o permitimos que prevalezca la distópica visión de Donald Trump o nos unimos con quienes procuran un futuro decente para ellos mismos y las futuras generaciones.
* El adjetivo ‘wilsoniano’ utilizado por el autor está referido al presidente estadounidense Woodrow Wilson, que tras la Primera Guerra Mundial, trató de sentar las bases de una paz justa y duradera. (N. del T.)
Michael T. Klare, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor de Paz y Seguridad Mundial en el Instituto Hampshire y autor del recientemente publicado The Race for What’s Left. Una versión fílmica documental de su libro Blood and Oil está disponible en la Fundación de Educación y Medios. Por Tweeter se le puede encontrar en @mklare1

Traducción: Carlos Riba García (Rebelión)