Argentina. Parte del aire

 Martín Rodríguez*
(Le Monde diplomatique)
Mayo de 2017

El primer año del macrismo en el poder estuvo marcado por una actitud defensiva y antikirchnerista. Pero la marcha del 1A y el año electoral introdujeron cambios en esa estrategia. El gobierno empieza a percibir que hay un campo fértil para explorar su pedagogía y moverse hacia temas antes soslayados.

Un balance del primer año del gobierno diría que estuvo más a la defensiva que a la ofensiva. Impuso la idea de que iba a ser gradual, es decir, impuso la idea de que iba a ajustar pero a lo micro, “un micro-ajuste infinito”, fijando en el tiempo pero no en la dirección la anatomía de su sensibilidad. Ajustar hay que ajustar, pero de a poco. ¿Qué sostuvo entonces sus niveles de apoyo? El espanto al pasado reciente que aún domina a la franja más adulta, más formada y pro agro-industrial del país (ver editorial).

La marcha del 1-A supuso un cambio en esa estrategia sólo defensiva y anti kirchnerista: en este electoral 2017 aparece una “forma de amor al gobierno”. ¿Y qué sería eso? La percepción del fin de la hegemonía kirchnerista, o al menos el resquebrajamiento, el juicio de que el país no es tan kirchnerista (retomando la idea de Ignacio Ramírez de que parte de la sociedad argentina es más kirchnerista de lo que cree). Lo que empieza a percibir el gobierno es que hay campo fértil para explorar su pedagogía y ahora se puede mover en dirección a temas antes soslayados, como el orden público. Ha hecho del sindicalismo de clase, docente, peronista, de los organismos de derechos humanos y de cualquier otro conflicto una sola cosa maciza que atenta contra el orden de una mayoría silenciosa que quiere trabajar y cuidar su trabajo. El gobierno como defensor de la sociedad contra los “efectos” de sus propias políticas.

Poco tiempo atrás un delegado de una oficina de ANSES del Gran Buenos Aires me hizo el relato sorprendente de una asamblea. Lo retomo porque esta escena de costumbrismo gremial expresa parte del aire de un nuevo tiempo. El motivo de la asamblea era discutir un nuevo sistema de gestión que requiere aumentar la cantidad y los ritmos de atención. Si hay un “mostrador del Estado”, como diría Martín Insaurralde, es el ANSES: desde la Asignación Universal por Hijo hasta los préstamos para jubilados con la mínima, pasando por los subsidios al desempleo o los casos de madres desocupadas que embargan salarios familiares a padres con exclusión del hogar y perimetral. Todos pasan por el ANSES, caja del Estado y caja de resonancia del drama social. En la asamblea, habitualmente marcada por combativos lúcidos, pacientes y con compromiso, surgió algo nuevo. “Aparecieron algunos compañeros que, con un fervor apabullante y casi violento, plantearon su propia caracterización de la situación: ‘El problema no es el nuevo sistema, ni el plan de modernización, ni el ajuste, ni un carajo: el problema es que hay trabajadores que se rascan las pelotas, que son ñoquis, hay que sancionarlos, que pierdan el laburo de última, así aprenden’. El aplauso fue débil pero demoledor.”

La escena enfrentó al delegado con sus certezas profundas: nadie puede ir contra sus conquistas, nadie puede querer destrozar su propio convenio colectivo, nadie puede desear que echen al compañero con el que comparte más horas que con sus propios hijos. Nadie, hasta que un grupo de trabajadores empezó a sentirse oficialmente habilitado a decir lo que piensa. 2017: empezó el gobierno.

* Periodista.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur