lusiones sobre el gas natural

Naomi Oreskes
TomDispatch [x]
Introducción de Tom Engelhardt
Estas podrían ser las noticias de las últimas semanas sobre energía y calentamiento global. No, no me estoy refiriendo al hecho de que, según todos los registros, este mes ha sido el junio –como también lo fue mayo– más cálido del mundo en la historia ni a que la NASA lanzó el primer vehículo espacial “destinado al estudio del dióxido de carbono en la atmósfera”. Tampoco quiero deciros nada sobre el nuevo informe publicado por un “grupo bipartidario” que incluye al ex alcalde Michael Bloomberg y a tres antiguos secretarios del tesoro; este informe explica que cuando llegue 2100, entre 238.000 y 507.000 millones de dólares en bienes inmobiliarios estadounidenses estarán “bajo el nivel del mar”. Ni tampoco nada sobre la costa de Virginia, que ya está siendo literalmente devorada por las mareas y la fuerza de las olas de una manera tan sorprendente que tanto los demócratas como los republicanos del estado están dejando en la estacada a quienes niegan el calentamiento global y creando un grupo de estudio sobre el cambio climático para ver qué demonios se puede hacer.  

No, a lo que quería referirme es a que la administración Obama acaba de reabrir el litoral marítimo oriental a la exploración de yacimientos de petróleo y gas en el fondo el mar. En gran medida, la información se ha centrado en los aspectos económicamente positivos –la creación de empleo y la salud de la población–, en la posibilidad de encontrar hidrocarburos en esas costas y en la intranquilidad de la comunidad medioambiental en relación con las consecuencias de los estruendos sónicos propios de las exploraciones sísmicas subacuáticas que pueden afectar a las ballenas y otras especies marinas. Ninguna referencia al Ártico ni al golfo de México, por no hablar de las extracciones con la tecnología fracking en todo el país; la política de la administración Obama en relación con los combustibles fósiles está más allá de toda consideración. Nuestro presidente, “adalid del calentamiento global”, ha abogado coherentemente por reformas (modestas) para combatir el cambio climático. Sin embargo, estas reformas, no encajan con la agenda “todo vale” de su administración en lo que concierne con la exploración y explotación de crudo y gas, que se inclina claramente por la perforación “cueste lo que cueste”. Pero, al contrario de la perforación “cueste lo que cueste” que propugna Sarah Palin, el presidente Obama sabe bien lo que está haciendo y las consecuencias en el largo plazo de su política. 
Parte de la forma en que él y sus funcionarios parecen haber logrado la cuadratura del círculo son sus acciones para disminuir el uso del carbón mineral reemplazándolo por el gas ofreciéndolo como el combustible fósil “limpio”. La historiadora de la ciencia Noami Oreskes, experta en estas cuestiones, tiene algo que decir al presidente y sus asesores: cuando se observa el problema con una mirada lúcida se puede ver que el gas no se va a convertir en el equivalente a un remedio maravilloso capaz de curar la última enfermedad climática. Todo lo contrario: en realidad, su explotación incrementará el consumo global de los combustibles fósiles y la contaminación de la atmósfera con más gases de efecto invernadero, al mismo tiempo que inhibirá el desarrollo de verdaderas alternativas en energías renovables. En una exposición magistral, ella explora todos los aspectos de la cuestión: ¿realmente es el gas una panacea para el problema del cambio climático? 
Esta cuestión no podría ser más importante. Los historiadores de la ciencia Noami Oreskes y Eric Conway acaban de escribir un libro, Merchants of Doubt, sobre cómo las grandes corporaciones del ramo de la energía y los pequeños grupos de científicos asociados con ellas nos venden un paquete de falsedades sobre la naturaleza y el impacto de sus productos (como antes lo había hecho la industria tabacalera; esencialmente con el mismo equipo de científicos). Juntos, han producido una pequeña joya de la literatura dedicada al cambio climático: The Collapse of Western Civilization: A View From the Future . Escrita, nos dicen los autores, en 2393 por un “profesor de la Segunda República Popular de China”, relata los acontecimientos que condujeron al Gran Colapso de 2090. ¿Todavía no habéis escuchado nada de ese suceso tan aciago? Bueno, ya os enteraréis, tan pronto como penetréis en la provocativa y atrapante historia contada por Oreskes y Conway, una “ficción con base científica” sobre lo que el futuro podría tener reservado para nosotros si no actuamos para cambiar nuestro mundo.


Por qué los combustibles fósiles no pueden solucionar los problemas creados por los combustibles fósiles
Se dice que Albert Einstein dijo una vez que es imposible resolver un problema con el mismo tipo de pensamiento que condujo a ese problema. Sin embargo, es precisamente esto lo que estamos tratando de hacer con la política sobre cambio climático. La administración Obama, la Agencia de Protección Ambiental, varios grupos ambientalistas y la industria del petróleo y el gas, todos ellos nos dicen que para resolver el problema creado por los combustibles fósiles debemos quemar más combustibles fósiles. Podemos hacerlo, proclaman, usando más gas natural, que lo promocionan como combustible “limpio”, incluso como combustible ecológico o “verde”.

Como en todas las manifestaciones engañosas, en el origen de esta hay una pizca de verdad.
Esa verdad tiene que ver con al química elemental: si uno quema gas natural, el total de dióxido de carbono (CO2) producido es mucho menor que si uno quema una cantidad equivalente de carbón o petróleo. Puede llegar a ser tanto como un 50 por ciento menos en comparación con el carbón y entre 20 y 30 por ciento menos si se trata de gasóleo, gasolina o queroseno. Pero si se habla de gas de efecto invernadero lanzado a la atmósfera, la diferencia es sustancial. Esto quiere decir que si se reemplaza el carbón o el petróleo con gas sin que haya un incremento en la utilización de energía, se puede conseguir una significativa reducción de la huella de carbono en el corto plazo.

Dejar de quemar hulla también tiene otro beneficio suplementario, el de la reducción de la polución por sulfatos (sales del ácido sulfúrico), origen de las lluvias ácidas, que producen cáncer de pulmón, y por mercurio, que causa daños cerebrales. Y si se reduce la minería del carbón, también se puede reducir la muerte y enfermedad de los trabajadores de las minas de carbón y la destrucción provocada por su minería, por ejemplo, en algunos lugares del país se puede disminuir o detener el traslado de montañas enteras.

Estos son beneficios significativos. A partir de algunos de esos razonamientos la administración Obama ha convertido el desarrollo del gas natural en la pieza central de su política energética, varios grupos ambientalistas –incluyendo el Fondo por la Defensa del Medio Ambiente– ha apoyado el incremento en el uso del gas. El presidente Obama ha ido más lejos aún: la aprobación del fracking –la polémica tecnología de extracción del gas atrapado en los esquistos de baja permeabilidad– con el argumento de que con el gas extraído se puede contar con “un puente” que lleve hacia un futuro de baja producción de dióxido de carbono y ayude en la lucha contra el cambio climático.

Entonces, si alguien pregunta “¿es mejor el gas que el petróleo o el carbón?”, la respuesta inmediata parece ser “sí”. Y cuando se abordan temas más complicados, con un razonamiento científico, a menudo la respuesta inmediata es la (básicamente) correcta.

Como historiadora de la ciencia, que estudia el calentamiento global, es frecuente que yo haga hincapié en el hecho de que el cambio climático antropogénico es una cuestión de química elemental: el CO2 es un gas de efecto invernadero, es decir, que atrapa el calor presente en la atmósfera terrestre. Entonces, si ponemos más COen la atmósfera, por encima del que está naturalmente ahí, lo normal es que se produzca un calentamiento del planeta. Física elemental.

¿Y sabéis qué? Hemos puesto una cantidad sustancial de CO2 en la atmósfera, y la Tierra se ha calentado. Podemos discutir y discutir sobre los detalles de la variabilidad natural, el efecto de realimentación debido a las nubes, el calor de los océanos y la captación de CO2, los ciclos de El Niño y demás, pero la respuesta, que está en la física que aprendimos en la escuela secundaria, sigue siendo la más correcta –más CO2 significa un planeta más caliente–. Los detalles pueden afectar a los tiempos y los modos del calentamiento global, pero no pueden detenerlo.

En el caso del gas, por tanto, la respuesta inmediata podría no ser la correcta.

Es frecuente que nos digan que cuando en la producción de electricidad usamos gas natural en lugar de otros combustibles –sobre todo el carbón– se produce una disminución en la producción de gases de efecto invernadero. Eso es importante. En el total de la energía usada en EEUU, la electricidad representa el 40 por ciento. Históricamente, el combustible más utilizado para generar electricidad en este país, y en la mayor parte del mundo, ha sido el carbón (y nadie se plantea seriamente la posibilidad de vivir sin electricidad). Cualquier reducción mensurable de la producción de gases invernadero en el sector de la electricidad es significativa, y lo que se consiga en ese sector pronto suma.

Pero una buena parte del beneficio de la producción de electricidad mediante el uso de gas deriva del hecho de que ese uso se da en las modernas plantas con turbinas de gas de ciclo combinado. Una planta de ciclo combinado es aquella en la que se aprovecha el calor residual que sale de la turbina redireccionándolo hacia un sistema mecánico que mueve un generador que produce más electricidad. Estas plantas pueden llegar a ser casi el doble de eficientes que las convencionales plantas de ciclo simple. Además, si se combina con la cogeneración (la captación de los últimos restos de calor en el sistema para la calefacción hogareña y otros usos), se pueden alcanzar eficiencias cercanas al 90 por ciento. Esto significa que casi todo el calor liberado por la combustión del combustible es capturado y utilizado; un logro admirable.

En teoría, es posible construir una planta de ciclo combinado que queme carbón (u otros combustibles), pero no es frecuente que se haga. También es posible aumentar la eficiencia del carbón si se lo pulveriza o empleando la tecnología llamada “ultra super-critical black coal”*. Un informe publicado en 2013 por el Consejo de Sociedades Eruditas de Australia compara la eficiencia de una diversidad de combustibles, incluyendo el gas convencional y el proveniente del esquisto, en una variedad de condiciones, y llegó a la conclusión de que si se utilizaban formas eficientes de quemar carbón, las emisiones de gas de efecto invernadero en la generación de electricidad no eran mucho mayores que cuando se empleaba gas.

Esto quiere decir que la mayor parte de los beneficios del gas natural no provienen de la naturaleza del gas sino de la forma en que este se quema, y esto es así porque la mayoría de las plantas de generación que queman gas es nueva y usa tecnologías de combustión más eficientes. La lección no tiene nada de sorprendente: si se quema un combustible con tecnología del siglo XXI se pueden obtener mejores resultados que con las antiguas tecnologías de los siglos XIX y XX. No se trata de defender el carbón sino de aportar una importante prueba de realidad a la discusión que tiene lugar ahora en Estados Unidos. Hay un beneficio verdadero en el uso del gas en nuestro país, pero es menor de lo que a menudo se proclama, y mucho de ese beneficio tiene que ver con el uso de tecnologías modernas y equipos nuevos (si la industria del carbón se preocupara un poco menos de negar la realidad del cambio climático, podría divulgar este hecho).
No es solo la electricidad
El reemplazo del carbón por el gas en la generación de electricidad sigue siendo una buena idea –al menos en el corto plazo–, pero el gas no se emplea solo para producir electricidad. También se usa en el transporte, en los hogares para la calefacción y el agua caliente y en diversos aparatos de gas como cocinas, secadores y chimeneas. Aquí, la situación es seria y preocupante.

Es extremadamente difícil hacer una estimación de las emisiones de gases invernadero en este sector porque muchas de las variables están escasamente medidas. Una importante fuente de emisiones son las pérdidas de gas en los sistema de distribución y almacenaje; esto es muy difícil de medir ya que se dan de muy diferentes maneras y en distintos lugares. Algunas veces, estas pérdidas reciben el nombre de “emisiones aguas abajo” porque ocurren después de que el gas es extraído.

Ciertamente, el gas tiende a escaparse; cuanto más lo transportamos, lo distribuimos y lo usamos tanto más son las posibilidades de que se produzcan pérdidas. Se han hecho estudios para tratar de estimar el total de emisiones asociadas con el consumo de gas utilizando análisis de su “ciclo de vida” (desde la perforación al quemador). Estudios de este tipo suelen dar resultados muy diferentes y con un gran margen de error, pero muchos de ellos llegan a la conclusión de que cuando el gas natural sustituye al gasóleo en el transporte o al queroseno en el hogar, los beneficios se reducen prácticamente a cero (y dado que en EEUU ya nadie utiliza el carbón en la calefacción no existen beneficios subordinados al uso decreciente del carbón). Un estudio realizado por investigadores de la Universidad Carnegie-Mellon estableció que mientras la posibilidad de reducir las emisiones de gas de efecto invernadero mediante el reemplazo del carbón por gas en la generación de electricidad podía alcanzar el 100 por ciento, en realidad la sustitución del gasóleo por el gas natural en el transporte podía acarrear el riesgo de aumentar las emisiones entre un 10 y un 35 por ciento.

En el Noreste, la parte norte del Medio Oeste y en la región de las Grandes Llanuras de Estados Unidos, muchos constructores están ofreciendo la “eficiencia energética” de nuevas viviendas con sistemas de calefacción y agua caliente que utilizan gas, pero no está claro que esas casas consiguen una reducción sustancial en la producción de gases de efecto invernadero. En Nueva Inglaterra, donde abunda la leña, sería mejor que se utilizaran estufas de alta eficiencia alimentadas con leña (o quemar otras formas de biomasa).
Por qué el gas (CH4) calienta mucho más la atmósfera que el CO2
¿Acaso el gas no es mejor que el queroseno para calefaccionar las casas? Quizás, pero el queroseno no libera pérdidas en la atmósfera; esto nos pone ante una cuestión decisiva: el gas natural es metano (CH4), que es un gas invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono.

Como consecuencia de ello, las perdidas de gas son la causa de una enorme preocupación, porque todo el metano no quemado que se introduce en la atmósfera contribuye más al calentamiento global que la misma cantidad de CO2. ¿Cuánto más? Esta es una pregunta que ha provocado considerable inquietud en la comunidad científica que estudia el cambio climático, porque la respuesta depende de la forma en que se calcula esa incidencia. En un intento de encontrar la respuesta adecuada, los científicos han creado el concepto llamado Calentamiento Global Potencial (GWP, por sus siglas en inglés).

El tema es complicado porque mientras el metano calienta el planeta bastante más que el CO2, permanece en la atmósfera durante mucho menos tiempo. Una molécula de CO2 perdura en la atmósfera durante un periodo unas 10 veces más largo que una de CH4. En su Primer Informe de Evaluación, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático estimó que, medido en un periodo de 100 años, el efecto invernadero del metano es 34 veces mayor que el del dióxido de carbono. No obstante, si ese periodo se reduce a 20 años, ¡el efecto invernadero crece hasta 86 veces!

La mayor parte de los cálculos del impacto de las fugas de gas metano utilizan la ventana de los 100 años, que es lo sensato si se pone el acento en el aspecto acumulativo del impacto de la emisión de gases invernadero en el mundo como un todo. Pero no lo es –y muchos científicos han empezado a discutirlo– si la preocupación se enfoca en el impacto producido día a día. Después de todo, muchas especies podrían extinguirse mucho antes de que pasen los 100 años. Tampoco es sensato si lo preocupante es que estamos acercándonos rápidamente al punto de no retorno del sistema climático, incluyendo el irreversible proceso de deshielo en Groenlandia y Antártica.

La cuestión es aún peor. El CH4 y el COno son los únicos componentes de la polución del aire que pueden modificar el clima. Las partículas de polvo que desprenden las erupciones volcánicas pueden enfriar el clima. Muy bien: la combustión del carbón produce mucho polvo; esto lleva a que algunos científicos estimen que el reemplazo del carbón por el gas natural en realidad podría incrementar el calentamiento global. Si estuvieran en lo cierto, entonces el gas natural no solo no es el puente hacia un futuro de energías limpias, sino un potencial puente hacia el desastre.
El ‘fracking’
Recientemente, la atención pública y la mediática se han centrado mucho no solo en el gas en sí mismo, sino también en la tecnología utilizada para extraerlo. La fracturación hidráulica –más conocida como fracking– es una tecnología que consiste en inyectar fluidos a alta presión para “fracturar” la roca de baja permeabilidad (esquisto) y así extraer el gas atrapado en ella. La técnica en sí se conoce desde hace bastante tiempo, pero en la última década, junto con innovaciones en la tecnología de perforación y el alto costo del petróleo, se ha convertido en una forma rentable de producción de energía.

El resultado un tanto sorprendente de varios estudios recientes (entre los cuales, uno realizado por un panel de expertos del Consejo Canadiense de Academias en el que yo trabajaba) dice que, desde el punto de vista del cambio climático, es probable que el fracking no sea algo mucho peor que la extracción de gas convencional. Los análisis del ciclo vital de las emisiones de gases de efecto invernadero de los yacimientos no convencionales de Marcellus y Bakken, por ejemplo, sugieren que esas emisiones son, aunque no significativas, ligeramente mayores que las producidas en las perforaciones convencionales de gas. Buena parte de ellas provienen de fugas en el pozo.

Resulta que es muy difícil sellar herméticamente un pozo. Esta dificultad es ampliamente reconocida incluso por los representantes de la industria y por los defensores del gas no convencional. A este problema le llaman “integridad del pozo”. Los pozos pueden dejar escapar el gas durante la perforación, durante la producción e incluso una vez que se hayan abandonado después de acabada la producción. La razón principal es que el cemento utilizado para el sellado de los pozos puede contraerse, agrietarse o sencillamente no llenar completamente los espacios.

Es interesante saber que los pozos no convencionales dejan escapar más gas que los convencionales. Desde la perspectiva del efecto invernadero, el problema con el fracking tiene que ver con el enorme número de de perforaciones que se realizan. Según informaciones de la Administración de Energía estadounidense, en 2000 había más de 342.000 pozos; en 2010, los pozos eran 510.000. Y casi todo el aumento en el número de perforaciones era debido al desarrollo del gas no convencional, es decir, el fracking. Esto significa un crecimiento formidable de las potenciales fuentes de fugas de gas que va directamente a la atmósfera (lo mismo vale para las potenciales fuentes de contaminación de acuíferos, pero este tema lo trataremos más adelante, en otra nota).

Ha habido muchísimas discrepancias entre científicos y representantes de la industria sobre los índices de escape de gas, pero los expertos calculan que para que el uso del gas en la generación de electricidad represente una mejora real en relación con el carbón, las fugas de gas deberían mantenerse por debajo del 3 por ciento, y por debajo del 1 por ciento si se trata de una mejora en el transporte con gas respecto de la que utiliza gasóleo y gasolina. La Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) estima que el índice promedio de fuga de gas es del 1,4 por ciento, pero algunos expertos cuestionan ese guarismo. Un estudio publicado en 2013, basado en mediciones en la atmósfera sobre los yacimientos de gas de Utah, estableció que las fugas estaban entre el 6 y el 11 por ciento. Actualmente, el Fondo de Defensa Ambiental está patrocinando un proyecto que involucra a diversos científicos de la industria, el gobierno y académicos. Una parte del estudio, que mide las emisiones en las zonas más activas de Colorado en cuanto a la perforación de pozos de petróleo y gas, encontró presencias de metano tres veces más altas que las señaladas por las cifras de la EPA en 2012, correspondientes a un índice de fuga en los pozos de entre 2,6 y 5,6 por ciento.

Algunas de las diferencias en las estimaciones de pérdidas de gas reflejan diferencias en las técnicas de medición, otras pueden tener que ver con errores a la hora de medir y otras probablemente reflejan diferencias reales en campos de explotación de gas y en prácticas industriales. Pero la variedad en las de estimaciones indica que el jurado de científicos aún debe hacerse presente. Si al final, los índices de fuga terminan siendo mayores que los cálculos actuales de la EPA, los beneficios que nos habían prometido empiezan a esfumarse. Si las pérdidas en el almacenamiento y la distribución son más altas de lo que se estima hoy día –como sugiere un estudio en marcha llevado por mis colegas de Harvard– los presuntos beneficios pueden quedar en nada.

Y todavía hay más. Cuando se trata de la emisión de gases de invernadero, hay un aspecto muy importante que debe ser considerado: la quema de gas no deseado en el pozo de crudo. En esta práctica, el gas se quema en la cabeza del pozo, enviando dióxido de carbono a la atmósfera. Es lo más común en las explotaciones petrolíferas. En este caso, el gas no solo es algo no deseado sino un peligroso subproducto que las empresas queman para evitar las explosiones de gas. Si una noche tenéis ocasión de volar sobre el golfo Pérsico, veréis numerosos puntos de luz en tierra; son los fuegos del gas no deseado en los pozos de petróleo.

En el informe para el Consejo Canadiense de Academias, nuestro grupo aprovechó la información disponible en la industria; esta información sugería que el índice de quema de gas no deseado era muy bajo: generalmente, menos del 2 por ciento y “muy probablemente” menor del 0,1 por ciento. Esto podría tener sentido si los productores de gas fueran eficientes, ya que lo que quieren es vender gas, no quemarlo. Pero hace muy poco, elWall Street Journal informó de que las autoridades estatales de Dakota estarían presionando para aprobar nuevas normas, porque el índice de quemado de gas no deseado estaría rondando el 30 por ciento. Sólo en abril, se quemaron 50 millones de dólares en gas natural, completamente desperdiciado. La nota del periódico se ocupaba de explotaciones de petróleo no convencional, no de gas, pero sugería que en relación con el control de la quema de gas no deseado, hay evidencias de que no se piensa en la posibilidad de almacenarlo adecuadamente (hoy en día no existen, en absoluto, normas federales respecto de la quema del gas no deseado). Dado que el gas es barato, es obvio que los incentivos económicos para evitar este despilfarro no alcanzan.
Por qué es improbable que el gas sea un puente hacia las energías renovables
En un mundo perfecto, las personas usarían gas para prescindir del carbón y del petróleo, que son más contaminantes. Lamentablemente, los argumentos a favor del gas se basan solo es esa suposición, la de que el mundo es perfecto. No obstante, no es necesario ser un científico para saber lo errónea que es esa suposición. De hecho, los economistas han debatido largamente que una de las paradojas de la eficiencia energética es esta: si los consumidores ahorran energía mediante la eficiencia, y las facturas que deben pagar empiezan a disminuir, es muy posible que empiecen a usar más otras formas de energía. Así, en tanto sus facturas permanezcan estables, en realidad el consumo puede crecer (es como ir a una liquidación y en lugar de ahorrar dinero, comprar más para aprovechar los precios más bajos). De este modo, en realidad los consumidores terminan usando más energía y las emisiones continúan creciendo.

Para asegurarnos de que el gas natural no seguirá por ese camino es necesario que hagamos algo. Podría se una ley, como la AB32, la ley de control de emisiones del estado de California, o la puesta en marcha de la aún pendiente regulación del carbón de la EPA aprobada por la administración Obama, que obliga a la reducción de las emisiones. O incluso la introducción de un fuerte impuesto al carbón para crear un fuerte incentivo fiscal que induzca a que la gente elija los combustibles no basados en el carbón. Pero hoy las leyes como la AB32 son pocas y, en medio de esta situación, la industria de los combustibles fósiles y sus aliados políticos e ideológicos se están oponiendo con dientes y uñas a la regulación del carbón de la EPA, y apenas un puñado de políticos de primera línea están preparados como para dirigirse al público y argumentar en favor de un nuevo impuesto.

Mientras tanto, la producción y el consumo de combustibles fósiles siguen aumentando. Un artículo reciente del editorialista de la sección negocios del británico Telegrafph describe un frenesí de la producción de combustibles fósiles que podría ser el comienzo de una nueva burbuja financiera. En realidad, el enorme incremento en la producción de gas natural está ayudando a que el precio de esta fuente de energía se mantenga bajo, desalentando la búsqueda de más eficiencia y haciendo más difícil que las energías renovables puedan competir. Y así se llega al más preocupante de todos los asuntos.

Incrustada en todos los argumentos positivos en favor del uso del gas se encuentra una suposición de primer orden: que el gas sustituye a otros combustibles más contaminantes. Pero ¿acaso también sustituiría al abanico de energías alternativas, incluyendo la solar, le eólica, la hidroeléctrica y la nuclear? En Canadá, donde la explotación del gas no convencional está muy avanzada, solo una pequeña fracción de la energía eléctrica se genera a partir de la combustión del carbón; la mayor parte de ella se produce en centrales hidroeléctricas o nucleares. En Estados Unidos, la competencia del gas –más económico– fue mencionada recientemente por los propietarios de la central nuclear de Vermont como un factor presente en su decisión de cerrar la central. Y mientras la evidencia puede de algún modo ser algo anecdótico, varios informes sugieren que el hecho de que el gas es más barato ha demorado o parado algunos proyectos relacionados con energías renovables. Es natural que si la gente cree que el gas natural es una alternativa “verde” lo elegirá en detrimento de las más onerosas energías renovables.
Exportaciones e infraestructuras: el camino hacia más cambio climático
Todos hemos oído hablar del oleoducto Keystone XL por medio del cual Canadá se propone hacer llegar a la costa del golfo de México –y desde allí, a todo el mundo– el petróleo que extrae de las arenas bituminosas de Alberta. Muy poca gente, sin embargo, es consciente de que Estados Unidos se ha convertido también en un claro exportador de carbón y se prepara para serlo igualmente de gas. Desde 2007, la importación de gas ha ido cayendo a un ritmo constante, mientras que la exportación ha aumentado, y varias empresas estadounidenses están tramitando activamente la aprobación de proyectos de construcción de instalaciones portuarias para la exportación de gas.

Una vez que el carbón sale de nuestras fronteras, las discusiones sobre su reemplazo pierden sentido porque ya no hay manera de controlar cómo se utiliza, Si el gas sustituye al carbón en Estados Unidos, y el carbón termina siendo exportado y quemado en cualquier lugar del mundo, todo el beneficio del gas en relación con el efecto invernadero queda en nada. Mientras tanto, las consecuencias negativas del empleo del carbón se han pasado a otros.

Toda la evidencia científica disponible apunta a que las emisiones de gases de efecto invernadero deben llegar a un punto crítico relativamente pronto y después –en los próximos 50 años, si no antes– caer fuertemente si pretendemos evitar los aspectos más dañosos y negativos del cambio climático. No obstante, estamos construyendo, o mirando cómo se construyen, oleoductos e instalaciones portuarias destinadas a la exportación que contribuirán a hacer crecer el consumo de combustibles fósiles en todo el planeta, asegurando así más y más emisiones durante el periodo crítico en el que estas deberían disminuir drásticamente.

También estamos construyendo centrales eléctricas que nos acompañarán durante un largo tiempo (la expectativa de vida útil de una central térmica es de por lo menos 50 años). Una vez que se adopta una tecnología y se construye la correspondiente infraestructura de soporte, un cambio de rumbo resulta muy difícil y oneroso. Los historiadores que se ocupan de las tecnologías llaman a esto “el momento tecnológico”.

Además, por cierto, algunas formas de infraestructura excluyen a otras. Una vez que ha surgido una ciudad en un lugar, esa tierra ya no puede ser utilizada por la agricultura. Los historiadores llaman a esto la “trampa de la infraestructura”. El agresivo desarrollo del gas natural, por no hablar de las arenas bituminosas ni la presencia de petróleo en un océano Ártico que se está derritiendo, amenaza dejarnos atrapados en un compromiso con los combustibles fósiles del que sería imposible escapar antes de que fuera demasiado tarde. Los animales son atraídos hacia las trampas con la promesa de comida. ¿Será acaso que los recortes en las emisiones de gases de efecto invernadero en el corto plazo están atrayéndonos hacia la trampa del fracaso en el largo plazo?

En este momento, la institución de normas o incentivos en Estados Unidos y en el mundo para asegurar que de verdad el gas reemplace al carbón y que la eficiencia y las energías renovables lleguen a ser nuestro interés principal en el desarrollo energético es algo extremadamente improbable. Mientras sigamos sin ellos, el consumo cada día mayor del gas natural no será otra cosa que el incremento del total de combustibles fósiles disponibles en el mundo para ser quemados, es decir, una aceleración en lo que ya empieza a parecer una carrera hacia el desastre.
En Estados Unidos, ¿ha habido realmente una reducción en la emisión de gases de invernadero?

Los defensores del gas dicen que mientras esas preocupaciones pueden ser legítimas, de todos modos las emisiones de gases de invernadero en Estados Unidos disminuyeron entre 2008 y 2012, en parte debido al reemplazo del carbón por gas en la generación de electricidad. Esta afirmación debe ser examinada detenidamente. De hecho, da la impresión de que la mayor parte de esa disminución se debió al colapso económico de 2007-2008 y a la Gran Recesión que le siguió. Cuando cae la actividad económica, también cae el consumo de energía y, desde luego, las emisiones de gases de invernadero. No es sorprendente que la información preliminar correspondiente a 2013 apunte en la dirección de un repunte en la emisión de esos gases. Algo de la reducción de las emisiones producida entre 2008 y 2012 tiene que ver con un mayor rigor en las normas de economía de combustible en el sector automotor.

Pero, ¿cómo podemos conocer la realidad de nuestras emisiones? La mayor parte de la gente supone que hacemos mediciones, pero la verdad es que esa gente está equivocada. No se hacen mediciones; en cambio, se hacen estimaciones a partir de la información sobre el consumo de energía –la cantidad de carbón, crudo y gas que se compra y vende en Estados Unidos multiplicada por un supuesto factor de producción de gases de efecto invernadero correspondiente a cada uno de ellos–. Aquí está el problema: los cálculos que corresponden al gas dependen del índice –incierto– de pérdidas. Si subestimamos las pérdidas de gas, también subestimamos las emisiones. A pesar de que lo contrario es igualmente verdad, son pocos los expertos que creen que pueda haber una sobrestimación en los índices de fuga de gas. Esto no es decir que las emisiones no cayeron en el periodo 2008-2012; cayeron, ciertamente, pero una vez más debido a la recesión. La afirmación de que gracias al gas ha habido una gran reducción de las emisiones aún está por probarse.
Entonces, ¿por qué hay tanta gente entusiasmada con el gas?
No es nada difícil darse cuenta del porqué de ese entusiasmo: son unos cuantos los que están haciendo mucho dinero con el gas de esquisto. En la lista de entusiastas están el gobierno canadiense, los políticos de los estados con yacimientos de gas no convencional como Texas, North Dakota y Pennsylvania y las personas que han hecho dinero arrendando sus propiedades a las empresas que perforan para extraer gas. Además, en esos estados ricos en gas, el empleo también se ha beneficiado (aunque también han crecido los problemas socio-familiares asociados con la proliferación de pueblos nacidos de la nada).

En relación con el gas natural, la administración Obama parece estar buscando un compromiso que sea asumible tanto por los demócratas como por los republicanos y que no provoque el enfado de la poderosa y agresiva industria del petróleo y el gas ni la de los votantes de estados como el de Pennsylvania. En el proceso, seguramente puede sentirse tentada a demonizar la industria del carbón, que exhibe una larga historia de abusivas prácticas laborales, una cruel insensibilidad por la salud de los mineros y catastróficos efectos ambientales. Dado que muy pocos entre nosotros hemos visto un trozo de carbón en nuestra vida cotidiana, un futuro sin carbón parece algo no solo imaginable sino incuestionable.

Pero volviendo al gas natural, ¿qué me decís del entusiasmo de algunos ambientalistas? ¿Qué pasa con grupos como Fondo de Defensa Ambiental, que tiene un largo recorrido en la cuestión del cambio climático y ningún antecedente de amor por la industria del petróleo y el gas? ¿Qué pasa con los científicos?

En estos casos, yo creo que la respuesta positiva a la explotación del gas natural tiene que ver con una combinación de expresión de deseos e intimidación.

La industria de los combustibles fósiles y sus aliados se han pasado los últimos 20 años atacando a los ambientalistas y a los científicos que trabajan en los problemas del clima tratándolos de extremistas, alarmistas e histéricos. Sus portavoces los han caracterizado como personas de pelo largo que visten camiseta, socialistas en plan melón –verdes por fuera y rojos por dentro–, que gozan con el sufrimiento, matan el empleo y quieren ver a todo el mundo congelándose en al oscuridad. Es cierto que entre los ambientalistas hay algunos extremistas –los hay en todas partes–, pero representan una fracción muy pequeña de la gente preocupada por el cambio climático, y prácticamente no existen en la comunidad científica (pongámoslo así: si entre los científicos que trabajan en las cuestiones del clima hay alguno que lleva pelo largo y camiseta, yo no lo conozco).

Aunque las acusaciones no tengan fundamento, no por eso dejan de afectarnos. Con demasiada frecuencia, los ambientalistas estamos tratando de probar que no somos lo que algunos dicen que somos: unos tipos que están contra cualquier negocio y la creación de empleo, del todo irredimibles. Estamos dispuestos a retroceder en nuestras reivindicaciones para conseguir compromisos aceptables y trabajar con los líderes del negocio, incluso hasta el punto de encontrar un combustible fósil al que podamos amar (o al menos que nos agrade).

Esto conduce a las ilusiones. Queremos encontrar soluciones, o al menos pasos significativos en la dirección correcta, la que concite un apoyo amplio. Queremos que el gas sea algo bueno (lo sé bien; yo lo he querido). El cambio climático es un desafío descomunal, y es terriblemente difícil ver cómo lo resolveremos sin perder nuestro estándar de vida; no solo eso, sino extender ese estándar de vida a los miles de millones de personas de todo el planeta, que lo quieren y lo merecen. Si el gas es bueno, o al menos mejor de lo que sabemos hasta ahora, parecería ser una buena cosa. Si el gas nos hace avanzar sustancialmente en la dirección correcta, entonces sería una buena cosa.

En última instancia, ¿puede resolverse el problema de las fugas de gas? Nuestro panel dedicó mucho tiempo a la discusión de este asunto. Los representantes de la industria nos dice: “Créannos; llevamos 100 años perforando pozos”. Pero algunos nos preguntamos, “Si en 100 años no han podido resolver el problema de las fugas, ¿por qué pensar que ahora sí lo resolverán? Un sistema de monitoreo y cumplimiento realmente confiable podría ayudar a la creación de incentivos para que la industria encuentre una solución, pero las probabilidades de que esto suceda alguna vez parecen tan remotas como las de llegar a un tratado internacional vinculante sobre el cambio climático.

Algunas veces es posible luchar contra el fuego utilizando el fuego, pero la experiencia sugiere que no es este un momento como para hacer algo así. Es probable que, en condiciones normales, la creciente disponibilidad del gas natural junto con la reducción de su precio conduzca al aumento de las emisiones de efecto invernadero en Estados Unidos. Las primeras informaciones referidas a 2013 nos dicen que eso ya está ocurriendo. Al mismo tiempo, por supuesto, este tipo de emisiones continúa creciendo en todo el mundo.

Algunas veces se define la locura como hacer lo mismo que se hizo en otras ocasiones, pero esperando que los resultados sean diferentes. Los psicólogos llaman perseveración al comportamiento repetitivo que afecta al aprendizaje. No importa el nombre que le demos a esta conducta; parece que es precisamente eso lo que está sucediendo. Sea lo que sea, no tiene sentido: el gas natural no es el puente que nos lleva a las energías limpias; es el camino hacia más cambio climático.

* En esta tecnología, el carbón se utiliza para producir vapor en calderas de muy avanzado diseño, capaces de entregar vapor súper-recalentado, con lo que se consiguen eficiencias superiores al 45 por ciento (N. del T.)

Noami Oreskes es profesora de Historia de la ciencia y profesora asociada de Ciencias de la Tierra y el planeta en la Universidad de Harvard. Ella y Eric Conway son coautores de Merchants of Doubt: How a Handful of Scientists Obscured the Truth on Issues from Tobacco Smoke to Global Warming. También es coautora del libro Environmental Impacts of Shale Gas Extraction, publicado en 2014 por el Consejo Canadiense de Academias. Su libro más reciente, escrito junto con Eric Conway, es The Collapse of Western Civilization: A View from the Future (Columbia University Press, 2014).

Traducción: Carlos Riva García (Rebelión)